Las tres



Muchas veces les sucede, de tanto estar viendo pasar la vida no encuentran qué decirse. Nada nuevo bajo el sol, salvo, y a veces, alguna que otra borrosa aventura.  En invierno o en verano, y aun en estaciones intermedias,  ocupan aquel banco de  granito bajo el ciprés.
-Que no son cipreses… -solía decir una-, son araucarias.
-Les digo que es un ciprés…
-Este sí, pero los otros son araucarias.
Y así cada día, como si no hubiera nada más a discutir. Y no lo hay.
Podría decirse que las tres son  de una gran belleza, con esa belleza que da la juventud. Aunque una ya no es tan joven, sin embargo, en su intento  de revivir los momentos felices del pasado suele verse  como entonces. Tal vez las ayuda la ropa, y ese semblante  de una blancura sin mácula, casi translúcida. Una de ellas  es de pelo rojizo, con pecas en pómulos y  nariz; la otra, bien podría ostentar canas, sin embargo  mantiene el tono café de su pelo lacio; la tercera, nunca abandona ese mohín de deshacerse los rulos morenos entre  los dedos, aun sabiendo que de inmediato volverán a formarse por efecto de esta histórica humedad de la  Santa María de los Buenos Aires.
Codo a codo y alardeando de lánguida sonrisa, observan el entorno. Se aburren. Solo vuelven a mostrar entusiasmo si en las horas previas, hubieran logrado vivir  una aventura; un inesperado encuentro o la promesa de alguno. Solo así retoman con vigor, y apasionadamente la conversación. De lo vivido, ya han dejado de hablar. El pasado y el presente, cada día, son al mismo tiempo.
Sin embargo, no resignan su ilusión, y en esa búsqueda del amor perdido, cada tanto, cautivan a cualquier desprevenido. Turista o no. Si bien en la ciudad, y por esas callecitas en particular, el turismo alcanza niveles insospechados, las muchachas no reparan en la nacionalidad o características de su presa. Ni se dejan deslumbrar por  las cámaras de fotos. Nada de eso las perturba, a pesar de  los que pasan, toman fotos y se van. Extranjeros, de otra tierra o de otro cielo, extraños siempre. Da igual si son rubios o morenos, de ojos celestes o verdes, negros o  achinados, alegres algunos otros oscuros,  dicharacheros  y sobre  todo inquietos, tanto que en el apuro  miran todo sin ver nada. Mucho menos las ven a ellas. Aunque puede que, sin saber,  las hubieran guardado en sus cámaras digitales,  y solo las reconocerán como parte del paisaje, y lamentarán haberlas perdido, ya en la intimidad de sus hogares en  Japón, Francia, Kuala Lumpur o por qué no Barrancas de Belgrano, Barrio Norte o La Boca.
Pero volviendo a ellas. Se aburren.  Especialmente  se aburren cuando nadie las ve. La indiferencia las hace sentir transparentes, incorpóreas.  Sensación que aunque no las perturba cada día, la sufren con frecuencia. Claro que no es así cuando sus hombres  las buscan. Aparecen de pronto y, sin decir palabra, las toman de la mano y se pierden con ellas en esa penumbra conque los cipreses, y las araucarias,  ensombrecen las veredas y los muros. Pero cuando sus hombres, los de antaño, los de siempre, demoran en aparecer las muchachas, sin enojo ni deseos de venganza,  se arriman a uno de los tantos que  deambulan por ahí y les ofrecen  compañía.
Probablemente perciban o crean percibir, en esos desconocidos, una tristeza similar a la propia, la soledad de un amor perdido. Y, sabido es que, como dice la canción, Plaisir d'amour ne dure qu'un moment. Chagrin d'amour dure toute la vie. Claro que  las muchachas desconocen esas palabras y su melodía, además, saben que las penas de amor duran mucho más que toda la vida. En ese deambular por los alrededores, comprueban  que sus penas de amor permanecen intactas. Y se aburren, es que sufrir aburre y quita las ganas de vivir  hasta  la eternidad.
Y pueden dar fe de ello cuando al fin se les presenta aquel amor perdido o lejano. Cuando lo ven aparecer recuperan su integridad, se redondean, se vuelven asibles, palpables, perfumadas. Plenas. Tan rebosantes de amor como solían verse en los espejos. Ahora, añoran los espejos.  No las reflejen. Es que la pena y la soledad borran los espejos, o nos borran de ellos. A penas y a veces  se ven reflejadas en esos charcos que después de la tormenta anidan en las losetas del piso. Solo allí se reconocen, en  esos  pedacitos de cielo empozados en los charcos.
Las tres van y vienen. A veces, codo a codo y en ocasiones, cada una por su lado, van eligiendo callecitas no tan sombrías. Se fastidian por encontrarse todo el tiempo y a cada paso, la una con la otra, en ese mundo tan pequeño. Mundo pequeño que, no obstante, guarda  infinitos amores y desamores. Resquemores y traiciones. Pero es verdad que  nunca están solas. Su  soledad las acompaña. Es su compañera más leal. Sin embargo, son tantos yendo y viniendo por los alrededores pero andan todos a su aire.
A veces, la del pelo colorado y las pecas sonríe porque cree ver a Francisco, caminando hacia ella, enfundado en su chaqueta de paño con esa doble hilera de botones que, alguna vez reforzó mientras él le murmuraba palabras de amor  y prometía no irse nunca de su lado; pero la sonrisa se le apaga pronto pues nota que  Francisco, se cubre la oreja con la mano como si quisiera escuchar mejor, o como si quisiera dejar de escuchar, puede que aquel estruendo o intentando alejarse  del arrullo del mar.
El mar, siempre el mar, murmura la de pelo lacio. El mismo mar de Mariano. O el mismo río. De vez en cuando, Mariano se le aparece y le  murmura palabras de amor que ella no alcanza a escuchar porque el mar abre sus fauces como un tigre y lo devora una y otra vez.
En cuanto a la de pelo ensortijado…también suele cruzarse con su gran amor sin embargo, la escena se repite, él toma de la mano a otra y se aleja; muy de vez en cuando va por ella. Pero esto ya no le entristece. Solo la perturba el temor  a despertar y ese miedo es porque  le ha sucedido y no quisiera volver a despertar y encontrarse de nuevo con la verdad. Ya no es necesario dormir tampoco cerrar los ojos por tanto, es imposible despertar. Solo quiere deambular, y esperar  que su amor renazca de las cenizas, entre  los transeúntes solitarios y correr el riesgo de encontrarse de nuevo con el hombre equivocado.
Así van las tres, confundiéndolo todo, con  la carga de su pasado,  sus ansias de presente y, por qué no de un futuro inmediato, sin olvidar que el futuro es cada día este día, el siguiente y así sucesivamente.
Sin embargo, no siempre  se confunden. Por ejemplo, no hubo error la última tarde en que Francisco se le acercó con la chaqueta abierta, la gorra un poco de lado y aquel gesto habitual de la mano sobre la oreja, sin olvidar pero habiendo aprendido a caminar sobre aguas tranquilas. Él nunca duda, simplemente la toma de la mano y camina hacia la sombras o por lo menos hacia los rincones en los que el sol no cae tan a pique. La ternura de ese beso le permite comprobar que todavía resulta cotidiana para él. Como si el tiempo no se hubiese detenido. Pero lo de la refutación del tiempo no es una  inquietud. Ningún encuentro es fortuito, sino cotidiano y  probable, con esa cierta probabilidad de los encuentros y desencuentros habituales en Buenos Aires.
-Dan poca sombra.
-¿Las araucarias?
-No. Los cipreses.
-Eso digo…
-¿Y a quién?
-Lo de la sombra y los cipreses... Pero es verdad. Apenas lo pienso.
-No hay con quién hablar...
-No creas, siempre alguien pasa o se sienta cerquita de mí.
-No sé, mi linda, pero creo que es mejor cerca del río.
-¿Acaso quieres que vaya con vos, Francisco? Vamos entonces.
Pero Francisco no responde. Con él las palabras caen aisladas, imprecisas como los  pensamientos. Y puede que así le lleguen,  pues no abandona  esa costumbre de la mano sobre la oreja como intentado  recuperar el oído o como si pretendiera olvidar el último cañoneo. La besa de nuevo y se aleja por las mismas aguas tranquilas. Dejándola con otras palabras sueltas como única promesa.
En una ocasión debatiendo estas cuestiones, las  tres coincidieron en que ninguna despedida es necesaria cuando se sabe que se regresará. Así son las cosas.
Con Mariano es bastante parecido, coincide la del pelo liso, solo que, como es sabido, Mariano ha nacido con el don de la palabra. Sin embargo,  con él o pensando en él, es más significativo  lo no dicho que  lo conversado. Siempre fue así, suficiente  con  lo que comparten viéndose a los ojos. Igual que en una partitura musical, en la que los silencios y las pausas armonizan la melodía, entre ellos,  las pausas y silencios armonizan sus pareceres. Aparece, y al contrario de  Francisco, el andar de Mariano es por  aguas turbulentas. No ha logrado superar el nerviosismo propio ni el de su entorno.  
Pobre amor, se dice la muchacha viéndolo irse, una vez más. Pobre amor, se dice Mariano mientras la va dejando atrás y, esbozando un gesto de –ya vuelvo-,  desaparece por la misma callecita que había desaparecido Francisco, como con rumbo al Río de la Plata. Siempre yéndose y llegando pero nunca tanto. Ellas, las dos muchachas, vuelven a compartir  el banco de frío granito y ven que se alejan por un rato, o por siempre.  Quién sabe, se dicen la una a la otra con solo la mirada y un leve alzar de hombros.
Con la de pelo ensortijado y don Hipólito, no es tan así. Los une un amor ligero como esas  mariposas que sobrevuelan las flores mustias. Los une la traición, traición que pesa como una lápida. En casos así, cuando el amor no alcanza el resquemor  humilla y aplasta de ese modo, igual a una lápida de mármol del blanco más puro. El resentimiento hacia su madre y hacia don Hipólito, aun la inquieta: engañada por ellos, y quién sabe qué más. No, la muchacha nunca logrará librarse del peso de la traición. Y ahora, él se le aparece  así, alardeando de su amor distante, con esos  aires de “yo no fui” o de “no es lo que parece”, como oyeron decir  a alguien que una tarde pasó cerquita de ellas. Y claro que no es lo que parece. Pocas veces lo es. Don Hipólito se aleja de nuevo entre las sombras, por detrás de Mariano y Francisco. Pero no, nada es lo que parece, y ninguno es igual al otro, apenas  son semejantes en eso de llegar y de partir sin aviso.
La paz de los sepulcros nunca alcanza. Por eso las muchachas que solo son semejantes en eso de quedarse y esperar, suelen confundirlos con otros que también llegan y se van. Los envuelven con sus mohines, los enamoran, los acompañan por unas cuadras. Los hechizan. Se les entregan con el alma aun sabiendo que, con ese primitivo miedo de los hombres ante cierto tipo de mujeres, apenas logren atravesar el portal, ninguno regresará. O muy pocos.
No obstante, cada tanto, las muchachas se animan a ir más allá, cómo no habrían de animarse si son mujeres. Sin embargo,  al llegar al pie de la escalera aquel desagradable encontronazo con las estridencias callejeras, los autos, los turistas, en fin, con toda esa  realidad por fuera,  les provoca tantos reparos como a esos hombres que pasan y que, a pesar del deslumbramiento, temen quedar atrapados en esa otra realidad de callecitas grises en las que  solo se oye el canto de unos pájaros y el ulular del viento invernal o la brisa veraniega. Saben que, si antes de atravesar el portal, se despiden ya no volverán. Solo conceden la gentileza del adiós. Esperan el día en que aparezca quien quiera quedarse un rato más, que no las recele ni se despida, que se aleje ese día pero deseando regresar por ellas.
Las tres vuelven a su sitio. Comparten decepciones en silencio, mientras acarician las piedritas de colores amuradas al banco de granito bajo el ciprés. Y a las araucarias. Otean desde el entorno cercano hasta el horizonte. Suspiran. Se aburren.  El día es eterno y aun la noche.
-¡Miren!-dice una de las muchachas, y las tres observan  a la mujer que lleva unos pimpollos de rosas.
Frescas y perfumadas rosas blancas que huelen a damascos. Camina decidida, parece conocer el lugar. La siguen. O  las lleva el perfume. La acompañan. La rodean. No saben si la desconocida repara en ellas, pero sonríe. Sonríen. Se sonríen. Ella simplemente deja  una rosa en la puerta enrejada de los Moreno-Balcarce. Sonríe. Se sonríen. De inmediato, retoma el camino hacia la izquierda, por la calle ancha hasta la próxima avenida,  y baja hasta lo de los Cambaceres. Deja otro pimpollo en el umbral y  a pesar del candado, apenas la toca la reja parece abrirse.  La  paloma que arrulla en  el dintel la obliga a mirar hacia arriba. Se  estremece. Sonríe. Sonríen. Van hasta el boulevard central, donde los Brown,  allí  deja la tercera rosa. Se sienta en el banco de enfrente. Sonríe.
Se ha sentado en nuestro banco, se murmuran con asombro y la rodean, acomodan  sus ropas al vuelo y se le sientan al lado, o alrededor según se vea. La desconocida, se sienta como Buda y pone sobre su regazo un block de papel cuadriculado. Lápiz en mano, mira unos instantes hacia la copa de los árboles que se mecen. Verdad –escribe-. No son cipreses son araucarias.
Entonces, solo entonces, las tres repiten a coro: Lo dicho. Son  araucarias y un  ciprés.
Sonríen en silencio. Un  silencio que apenas interrumpe el ulular de la brisa entre las ramas. Por encima  del hombro de la mujer, curiosean el cúmulo de palabras que  ha escrito de un tirón y se reconocen en  los cuadritos del papel. Sonríen. Husmean  el aire que aún huele a  rosas. La desconocida, que ya no lo parece tanto, guarda el block en su bolso. Contempla el entorno. Sonríe. Se sonríen. El sol, se repliega por detrás de las torres y los árboles. Cuando parece que ha caído definitivamente por detrás de los muros, al final de la calle, la extraña abandona el banco y camina hacia la entrada, o la salida, según se mire o se vea.
Caminan codo a codo, la acarician con el roce de sus vestidos sin mácula. La acompañan hasta el hall. Ahí se detienen. La ven atravesar el hall  y el portal, bajar cansinamente la escalera y desaparecer entre la gente. Sonríen, alzan los hombros y sonríen.
Nos dejó flores, se llevó nuestros nombres escritos y se fue sin despedirnos, se susurran al mismo tiempo que cada una se dispersa a su aire, seguras de encontrarse en cualquier momento. En efecto, pronto regresan al banco con su flor en la mano. Pero apenas en un suspiro vuelve a anochecer. Cada una huele su rosa. Muchas veces les sucede, de tanto estar viendo pasar la vida ya no tienen qué decirse. Nunca nada nuevo bajo el sol, salvo, y a veces, alguna que otra aventura: -Volverá… -corean sin mirarse-. En cualquier momento volverá.
A los pocos días la vieron aparecer por el boulevard.  No trae block ni escribe. Tampoco podría decirse que sonríe, -murmuran entre sí-. Sin embargo, ahí está, sentada en nuestro banco, como una más, como una de nosotras.
La gente es mucha y si bien mantienen cierto silencio  respetuoso, los turistas son molestos. Mira unos gatos sucios que nunca había visto. De dónde habrán salido estos desgreñados. Hoy todo parece  feo,  desangelado.  
Esta gris como el día –murmuran las tres-, ni flores trajo. No toda tristeza es eterna, la que trae parece que recién comienza o,  tal vez, carga con una de esas tristezas que vienen de muy atrás, de muy lejos. Una tristeza ajena. Por nosotras no será...Puede que algún amor contrariado. Se aburre.  En realidad la gris, es la tarde. Destemplada. No fría, apenas fresca pero con esa calma que precede a la tempestad. Se miran. Se sonríen.
Se alejan un poco. ¿Quién va? pregunta la del pelo colorado. Iremos las tres, responden las otras mientras  salen disparadas con la brisa. Atraviesan el damero del hall central,  la escalinata y la vereda hasta llegar al puesto de flores. Mientras una agita las ramas del árbol para distraer al vendedor de flores, las otras le roban cuatro rosas. De nuevo inmersas en la  brisa, regresan al banco. La desconocida sigue observando al gato desangelado. Le dejan las flores en el banco. Un fuerte olor a rosas llama la atención de la reincidente que deja de mirar al gato y descubre a su mano, cuatro rosas blancas.  Mira a su alrededor y sin comprender, o empezando a comprender, toma las flores y camina. Sonríe. Sonríen.
La brisa del anochecer alborota de nuevo a las muchachas por esas callecitas  estrechas que, una vez más, huelen a damascos, y a lluvia. Se encienden las farolas.   La desconocida apura el paso. En lo de los Moreno-Balcarce, pasa una rosa por la reja, no sin antes  prenderle un cartoncito blanco donde se lee: “A María Guadalupe”; corre, en realidad corren todas, y en lo de los Cambaceres,  queda otra rosa con su cartoncito: “A Rufina”; apuran el paso por la calle central y deja otra rosa en el mausoleo de los Brown, con su correspondiente recordatorio: “A Eliza”.
Sonríe. Sonríen. Se alborota el aire con el tul de  sus vestidos. El viento y la lluvia se desatan levantando papelitos y sacudiendo las hojas de los árboles. Regresan al banco bajo el ciprés, y las araucarias. La lluvia no les preocupa. Cada una se ha puesto en el pelo la rosa blanca, después de quitar el cartoncito. Suspiran.  Muchas veces  les sucede, de tanto estar ahí viendo pasar la vida, no les queda mucho por decir. Salvo, compartir algún encuentro y la promesa de otro. Cuchichean con entusiasmo. En cuanto a la desconocida, sin despedirse apura el  paso por la alameda y cruza el hall. Apenas atraviesa el damero lustroso, el portal del cementerio de la Recoleta se  cierra rozándole la espalda.  Llueve. Baja rápido la escalera y, casi sin aliento, también se queda sin palabras cuando el vendedor de flores la increpa alzando en su nariz el dedo de acusar:
 -Alguien me robó unas igualitas; ¿de dónde la sacó, señora?  Hoy no me compró ninguna.
Solo entonces reparo en la rosa blanca que asoma del bolso. Sonrío, sin comprender o empezando a comprender, chapoteando por aguas tranquilas hasta entrar a La Biela.  Mirando  hacia la vereda de enfrente y la rosa sobre la mesa, abro el block de hojas cuadriculadas y escribo una de fantasmas. A veces sucede. Silvia Miguens



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