De: Cómo se atreve, novela acerca de Juana Paula Manso


De qué servirían los ferrocarriles si no tuviesen por misión,
además del desarrollo del comercio, de la industria,
el contacto de las ideas, el intercambio de las conquistas
del pensamiento. ¿Cómo pueden los hombres que no leen
seguir el rápido curso del movimiento intelectual del siglo?
¿Para qué quieren los que no saben leer o no leen jamás libros
y diarios, ferrocarriles ni teléfonos?
JUANA PAULA MANSO

La tarea solicitada por Sarmiento a la Manso se llevó a cabo durante seis años, con el resentimiento y la oposición de buena parte de la sociedad, hasta que se tuvo que cerrar el colegio por falta de alumnos. Los últimos alumnos debieron abandonar la escuela y también Juana Paula, luego de elevar su renuncia a las autoridades de turno. Sin embargo, continuó su tarea desde los
Anales: “¿Juzgáis que sin educar al pueblo podréis moralizaros...?”, aunque también fue detractada y rechazada cuando habló acerca de la reforma luterana en Europa. La escuela de la Catedral del
Norte la rechazó pese a esta magistral conferencia. El director de la escuela, Enrique de Santa Olalla, no sólo había propiciado el abucheo durante el discurso sino que publicó una solicitada con
insultos en la que sugería una posible desorganización cerebral de la conferencista y maestra, motivo por el que fue citado a juicio.
“La única de su sexo —sostuvo Sarmiento al conocer el episodio que ha comprendido que bajo el humilde empleo de maestra está el sacerdocio de la libertad y la civilización, ha tenido que ocultar
su nombre de mujer y poeta para acometer la continuación de los Anales. (...) en la escuela de la Ca-tedral del Norte se trataba de oír un discurso sobre historia, pronunciado por la única mujer que
entre un millón de habitantes rinde culto a la inteligencia ante centenares de personas y ese discurso era, sin embargo, ¡digno de ponerse al lado de los oradores primeros del mundo! Una revolución
se ha operado entre nosotros. El compadrito se ha puesto levita...”
Lo cierto es que Juana Paula no se amedrentó. Siguió arengando públicamente y escribiendo no sólo para sí y en la intimidad sino que colaboró en el periódico Flor del Aire y dirigió La Siempreviva. Por esos tiempos, finalmente, trabó amistad con Mary Mann, educadora norteamericana que había manifestado a Sarmiento su imperiosa curiosidad por conocer a Juana Paula Manso, a quien ambos reconocían tan desatinada como fuera de tiempo y lugar siempre.
No sólo no se amedrentó, sino que emprendió junto con sus hijas el viaje a Chivilcoy. Nunca olvidarían el golpe de los cascos en la pampa ni tantas otras cosas. Herminia, sentada al lado del
postillón, marcaba con una varilla el ritmo en el pescante, incitando al hombre a cantar. Eulalia golpeteaba, como si fuese un atabal, un ejemplar de Romeo y Julieta que llevaba sobre su regazo. Con voz de barítono, el hombre entonaba uno de esos aires del sur que, de haber estado en cualquier otra parte, hubiesen provocado añoranzas en Juana Paula, quien los repetía como en una letanía.
Llevaban cuatro días de viaje desde Buenos Aires y con destino a Chivilcoy. Cuatro días con sus tres noches colmadas de estrellas más un cometa, según Eulalia, y la luz mala a poca distancia.
Cruzaron el Luján, con sus orillas planas y los sauces serpenteando a la par del río hasta convertirse en una pincelada oscura bajo la bruma. Vadearon riachos, arroyos, y cada tanto encontraban
una tapera que servía de amparo a mujeres en cuclillas que revolvían dentro de una tina humeante o atizaban el fuego con un niño colgado a la espalda o macheteaban ramas y pastos secos para el
fogón. En una de las escasas vueltas del camino vieron una de las taperas con su olla humeante, pero la mujer corría por detrás de un ratón, al tiempo que las piernitas de un niño se ladeaban por
debajo del atado de trapos.
A legua y media vieron otras taperas dispersas y ocupadas sólo por hombres, hombres que también iban y venían por los alrededores cargando picos y palas. Eran un centenar y hormigueaban
cavando, hachando, hombreando durmientes que alineaban sobre el canto rodado. Juana Paula dio orden al cochero de detenerse.
—¿Nos puede acompañar, Arturo?

—Como diga la señora...
—Quiero saber qué hacen...
—El ferrocarril dicen... y quién sabe para qué, viniendo de los gringos... Pero si usted quiere, usted manda...
—Sólo le he pedido que me acompañe, Arturo, no es una orden.
—No puedo decirle que no... y es peligroso para la señora con tanto hombre por ahí.
—Son trabajadores, Arturo.
—Nada se les entiende a los gringos, ni hablar como nosotros saben... Seguro que volvieron para llevarse más...
—Sin embargo, esto es una fuente de trabajo...
—¿A cambio de unas pocas monedas y un plato de comida?
Dejan la poca tierra que se han ganado y a sus mujeres...
—Pero están trabajando...
—Trabajar es trabajar la tierra de uno, señora... qué comerán las mujeres y los hijos, si ellos se van donde los gringos...
—Pero les pagan... —acotó Juana Paula mientras Herminia y Eulalia iban por delante riendo y cuchicheando.
—Les pagan de día con unas monedas que se gastan de noche...
—Yo he visto el ferrocarril y eso siempre trae el progreso.
—A unos será, porque a otros... Qué les va a quedar a éstos después —dijo Arturo señalando con la cabeza al hombre en cueros y bombachas que macheteaba unos durmientes.
Juana Paula no hizo ningún comentario más, observó el torso desnudo del hombre marcado a navajazo seguramente en alguna de esas noches en que se bebía las monedas del día mientras
arrojaba la taba hasta el duelo. El sudor, la ventolina y el polvo lo negreaban y el pasto seco se le arremolinaba entre las botas de potro. El hombre alzó la cabeza pasándose el dorso del brazo
por la frente, se quedó mirando a Juana Paula, con ojos veloces en la apreciación y no menos veloces en el juicio. Se restregó las manos, volvió a tomar el machete y de un golpe partió en dos el
durmiente; los ató con una soga, los arrastró hasta la trocha y sin volver a mirar a las mujeres regresó por más. Herminia y Eulalia se habían sentado sobre los troncos. El hombre bajó con el pie un tronco y siguió con su trabajo.
Arturo curioseaba por los alrededores. Observó muy de cerca la trocha y los tirantes, dio un golpecito con la punta de la bota en alguno de ellos para ubicar los durmientes aun más a la par uno
del otro. Se quitó la boina y se rascó la cabeza.
—¿Y usted qué...? —preguntó acercándose al hombre.
—Lo mismo que usted, paisano... —respondió el hachero.
—Vamos viendo con mi patrona de hacer posta por acá...
—No creo que nadie se les niegue...
—No. Es que son muchachas...
El hombre no dijo nada, sólo arrastró dos durmientes más hacia la trocha y se acercó de nuevo al montón de troncos. Comenzó a hachar otro. Se detuvo, se quitó el sombrero, volvió a pasar el
dorso de la mano por la frente y miró a Eulalia y Herminia. Se les acercó, sólo entonces pudieron ver que los ojos del hombre eran claros aunque no tanto por el color.
El hombre se pasó la mano por los costados del pantalón y la tendió a Juana Paula.
—¿Sabrá disculpar tanta tierra la señora...?
—Juana Manso... de Noronha.
—Mucho gusto, señora. Olascoaga, a sus órdenes.
—Mis hijas, Herminia y Eulalia —dijo y las muchachas extendieron la mano sin bajar la mirada.
El postillón carraspeó, se sacó una vez más la boina y saludó a Olascoaga:
—Ibarguren...
—¿Acaso conoce al ingeniero Manso...? —preguntó el hombre mientras caminaban hacia el rancho más cercano.
—Era mi padre...
—Trabajé con él en la Comisión Topográfi ca y fue mi maestro, bromista y zumbón sin duda. Le debo todo —respondió el hombre, que se dio vuelta y percibió la emoción en los ojos de Juana Paula—, me tocó presenciar y hacer parte de sus peleas con los de la Comisión y ese proyecto de la Sociedad Científi ca; años después, de paso por Montevideo, intercambiamos propuestas... para La Casa del Catedrático, ¿no?
—Mi casa, en realidad...
—En la calle San Pedro...
—Vivíamos y trabajábamos, en realidad. También yo tenía una escuela en la casa... Quizá nos hayamos visto...
—Tan pequeño es el mundo... ¿Y qué se hizo del ingeniero?
—Murió en Río de Janeyro.
—Gran persona... una verdadera pena.
—De modo que alumno de mi padre... Qué extraño...
El hombre sonrió.
—¿Acaso un ingeniero no puede trabajar como obrero del ferrocarril? Nada ha aprendido de su padre, entonces....
—Cómo se le ocurre... La sorpresa es por la casualidad...
—Es usted la que anda lejos de casa, señora, yo nací por estos pagos.
—Y ahora el ferrocarril...
—Así es... —dijo tan parcamente que Juana Paula no pudo saber del sentir del hombre ante semejante advenimiento.
Habían llegado al pequeño almacén improvisado en el obraje. Algunos parroquianos descansaban a la sombra de las enramadas y mateaban mientras echaban una mirada al asador. Eran varios los
crucificados y al fuego: dos liebres, un capón, tres pajarracos flacos.
—No me ha dicho aún qué es lo que hace por estos pagos sola y con dos niñas.
—Voy a Chivilcoy.
—Pero no dijo a qué.
—Venga... —ordenó llegándose al coche y ofreciendo la mano al hombre para que la ayudase a subir. Una vez arriba los dos, Juana Paula levantó la tapa de uno de los baúles como si fuese un cofre que encerrara un tesoro—. Daremos un primer paso importante
la semana próxima. Una biblioteca pública... y si no me equivoco, se inaugura el mismo día que este ramal del ferrocarril...
—Entonces nos volveremos a ver... —dijo el vasco Olascoaga
a modo de sugerencia.
—Seguramente... —respondió Juana Paula pasando el extremo de su chal por uno de los libros.
El hombre tomó otro, lo abrió al azar y leyó. Tenía renglones marcados con una pequeña cruz al costado. Se detuvo a leer una anotación al margen: “Nuestro país sufre una derrota económica y,
lo que sin duda es más grave, una derrota ética”, leyó en voz alta.
—¿Es su pluma?
Juana le quitó el libro, limpió el polvo y lo guardó...
—Tantas veces se dirá lo mismo... un político, puede que un maestro, seguramente un poeta...
—Le gusta la poesía... —convino el hombre mientras saltaba del coche.
—Mucho más los poetas. La mirada del poeta... su percepción de la realidad, su ternura, su ironía despiadada...

El 11 de setiembre de 1866 finalmente llegaron a Chivilcoy. El caserío chato, los tejados, las galerías y recovas, con escarapelas y banderines. Guirnaldas, liláceas y glicinas, todo el pueblo se
había vestido para la ocasión. La marcha del tren, el primero, y la humareda desorbitaron los ojos de los niños y de los no tan niños; los gallos cantaron fuera de hora, se alborotaron los pájaros, las
gallinas y todas las gentes que desde las calles y las ventanas, o los tejados, vivaron el vagón engalanado con banderas y florones de papel pintado. Alsina, Avellaneda, Rawson y Varela saludaban bajo una lluvia de flores durante el brindis. Los manteles levantaban sus faldones mientras las mujeres, resistiéndose al viento y al polvo, ponían sobre la mesa platos de pasteles, empanadas y entremeses, dulces y pancitos, pollitos rellenos y perdices en escabeche; champagne,
por supuesto, y limonada, horchata y sangría. Al tiempo que los cronistas de El Nacional tomaban notas y corrían tras los pioneros del ferrocarril.
Juana Paula y sus hijas caminaban en medio del jolgorio ciertamente ajenas, aunque más desapercibidas que ajenas. Erguidas las tres y atentas a su entorno, un poco grises quizás, a no ser por el brillo en los ojos y las capas claras sobre los hombros. La inauguración de la biblioteca aún no estaba prevista. Cuando Juana Paula había comentado a Sarmiento su voluntad de crear las bibliotecas, recorrer distintos poblados con esa propuesta y comenzar por Chivilcoy, él le había quitado un mechón de pelo de la frente y, dándole una palmadita en el hombro, le dijo:
—Usted sabe lo que hace... siempre y cuando aún le queden ganas de luchar...
—¿Acaso usted las ha perdido?
—También seguirá con las conferencias, seguramente. ¿Cómo se atreve a tanto, señora?
Sarmiento había esbozado una sonrisa al tiempo que inspiraba profundamente mientras ordenaba unos papeles. Se lo veía cansado por aquellos días, pero el cansancio era una cuestión que
ninguno de los dos se permitía. Largo tiempo habían quedado en silencio contemplando un gorrión que picoteaba el muro mientras una muchacha silenciosa dejó un plato con bizcochos de miel y dos
tazas con chocolate sobre la mesa; luego de comprobar que hubiera servilletas, pasó el dedo meñique sobre el mantel. Ambos la observaron en silencio, no tanto por prudencia sino por el simple hecho de verla tan pendiente de cada detalle y tan linda.
Tan linda como Juana Paula veía ahora, en Chivilcoy, a Eulalia y Herminia sonriendo a alguna broma de los hijos de Krausse y de Carlos Fajardo, que las habían ido a buscar. Avellaneda puso énfasis a las últimas palabras de su discurso y, en medio de los aplausos, Augusto Krausse presentaba a Juana Paula Manso. La gente se había congregado desde el estrado hasta
las puertas mismas de la Municipalidad. Juana se llevó la mano al estómago, luego al rodete y al mantoncito encarnado. Finalmente habló: “Señores: Donde hoy se levanta el teatro Chivilcoy, cuyo propietario es el señor Krausse, hace años existía un pajonal en el desierto, y aquí plantó el primer ‘pioneer’ europeo que vino llamado por el hombre modesto que, como Franklin fue el alma
modelo de Estados Unidos, es hoy el alma de Chivilcoy; todos lo conocéis, hablo del ciudadano Manuel Villarino. Augusto Krausse vino aquí con su familia sujetándose a toda clase de privaciones; él ha dotado a Chivilcoy de un teatro como éste, como el hermoso piano de ‘Érard’, (...) ha cedido su sala iluminada y su piano sin retribución alguna. (...) Voy a consignar un hecho nuevo en la vida intelectual de la mujer argentina. Chivilcoy es el primer pueblo de Sudamérica donde tiene lugar una lectura sobre educación y, lejos de dispersarse a su anuncio, ha pagado por oír. Es también la primera vez que las mujeres rinden culto público al saber (...). Esta noche las mujeres de este humilde pueblo de nuestra campaña acaban de inaugurar la aparición de la capacidad intelectual de la mujer, siendo las primeras argentinas que levantan tan alto
sus nombres en la iniciativa de la educación en Sudamérica. Hecho nuevo y honroso que consigno en los Anales de la Educación (...). La lectura es un arte de ornato, es la ciencia de persuadir, el
magnetismo de la entonación y la pureza de dicción, ciencia para la cual el primer colegio del mundo, Harward College, ha establecido un premio público anual al que concurren viejos profesores y jóvenes señoritas...”.
Durante el resto del discurso, Juana Paula las arengó, además, a continuar el camino, a organizar sociedades de lecturas públicas dominicales y les anunció un porvenir de gratifi caciones. “Desde
sus tempranos años la mujer —convino en un momento— es un chiche expuesto a las miradas de los curiosos... si hay quien se fi je en ella como chiche y pregunte su precio estará bien; si a nadie llama la atención, entonces paciencia, esa pobre no tendrá ni porvenir ni familia... Nos está vedado amar por nosotras mismas, señoras, nuestra preferencia sólo se pronuncia cuando ha sido solicitada...
¡Pero ay de la mujer que fija sus miradas en un hombre distinguido y amable! ¡Ay de aquella que sin recordar su condición de chiche se permite el derecho de amar!”

Con estas últimas palabras estallaron los vivas y los aplausos y siguieron la fascinación en algunas señoras y la desconfianza en otras. 
Silvia Migue
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