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                    Clarice arribó al aeropuerto de El Dorado, a comienzos de enero del siglo XXI. Dentro de la sencillez del conjunto, y del entorno, pisó tierra colombiana y se sintió a gusto. Le pareció acogedora. Aunque era  ella quien debía adaptarse y amañarse no a la inversa. Cómo pretender que un país se rindiera a sus pies. Dónde se ha visto. Con esa costumbre tan arraigada de vivir y observarse a sí misma dentro del mundo, le parecía extraño verse ahí leyendo el periódico como en casa, de pie y en la fila de migraciones, para finalizar aquel trayecto Buenos Aires-Bogotá.
Mientras buscaba el estado del tiempo le resultó imposible eludir aquel titular “Asesinado director de Voz de la Selva. El 13 de diciembre, en Florencia, Caquetá, una ráfaga de disparos lo  mató a quemarropa en la puerta de su casa mientras se despedía de su esposa. El periodista, de 36 años y profesor de la Universidad de Florencia, investigaba las pruebas del asesinato de un colega de radio…”
-¿Algo que declarar, Su Merced? –la emplazó el oficial de migraciones. 
Clarice dejó de leer. Buscó en su cartera, sacó una bolsita negra y se la entregó. El uniformado miró y no dijo nada. Clarice tampoco. Volvió a guardar el grabador con su estuche, tomó el pasaporte y caminó hacia el hall de entrada, o de salida, según se vea.
Manolo la esperaba con un ramo de rosas. Clarice, pensó que la noticia que había leído era extraordinaria y la olvidó. “Tonto el paisano macho cuando se enamora”, le hubiera dicho su padre. O la paisana hembra, se repetía Clarice, que cuando se enamora no alcanza a ver más allá de su nariz. Las rosas rojas perturban cualquier contexto. En el taxi,  codo a codo con Manolo, fue descubriendo retazos de esa ciudad que debía empezar a conocer y a reconocer. Todo era nuevo para Clarice. Infinitamente desconocido. Empezando por Manolo.
Cómo saber, entonces, que más adelante, habiendo pasados  diez años y más del nuevo siglo, el asesinato a profesores y periodistas, a líderes de distintas comunidades y corrientes políticas no habría cesado ni serían esclarecidos. Pero nada pensaba en aquellos días primeros, de aquellos reiterados sucesos de Colombia y en Argentina. Después de aquella noticia, que la conmovió apenas descendiendo del avión,  decidió acatar, se impone reír y canturrear: ‘así espero tu regreso a la tierra del olvido’. Sí, el mandato a seguir es canturrear, el sarcasmo y la ironía, la risa fácil, todo lo que  hace a la supervivencia cotidiana, no importa dónde ni cuándo o cuánto. Imprescindible en toda tierra del olvido y a cada cual la propia.
Entre unos y otros acontecimientos de Clarice en Colombia, hubo mucho trecho. Mucho para recordar y tanto para olvidar. Cierto día, sin periódico en la mano y con otra gran conmoción en el estómago, se vio de nuevo a sí misma en una fila en el aeropuerto de El Dorado. En esa ocasión rumbo a Cartagena. La Fantástica, la soñada, la de las primeras revueltas con los conquistadores y colonizadores; la misma que  tantos piratas y corsos orillaron navegando el Caribe. Esa mar en  la que Simón Bolívar, dicen que dijo,  haber  arado infructuosamente en sus aguas.
Clarice había sido invitada por una amiga, Lola, recién llegada de la tierra de los conquistadores primeros. Deslumbradas anduvieron las dos hasta el hotel. Pronto se encontraron en un quinto piso oteando el mar, dentro de un cuarto con vidrios sucios, a pleno sol y sin aire acondicionado. No tardaron en pegar el aullido de protesta. Pidieron hablar con  el dueño el hotel. Las recibió de inmediato. Elegantemente  enfundado en su pantalón y guayabera de hilo crudo. La alegría fue grande cuando supieron que ambos eran de Toledo. Habían frecuentado los mismos amigos y lugares nocturnos. Él había sido un torero famoso y ostentaba la cicatriz de una cornada, tal vez la última, con que  el toro le había surcado la boca y hasta la nariz. Hacía tiempo que vivía en Colombia y tenía una finca con toros de lidia, a la que no aceptaron ir a pesar de su reiterada invitación. Debieran ir solas, según dijo, hacía tiempo  ya que no podía acercarse por  amenazas, motivo por el cual tampoco dormía dos noches en un mismo sitio y llevaba una pulserita que lo identificaba como a uno de  los pasajeros de su hotel. No obstante, y sin costo alguno les cedió la suite nupcial, que solo él usaba  y cada tanto. 
La habitación ocupaba el piso doce. Por encima, la terraza con la piscina y el cielo. Pero aquel firmamento espléndido podía percibirse aun dentro de la habitación que era una torre de cristal navegando entre los azules  y los rojos del atardecer. O del amanecer. A pesar de aquel techo pintado con un mural que pretendía simular el fondo del mar. Los vidrios dudosamente limpios, que a falta de muros  entornaban el cuarto,  no impedían verse  rodeado de las luces  y las fosforescencias de la Bahía, aun a la hora de la ducha, ubicada en mitad de la habitación sin mamparas ni cortinillas. El frigobar colmado de cava española y chocolates suizos, fue puesto a  disposición de Clarice y de  Lola. Nada insinuó ni exigió el viejo torero y caballero español.  Nada más allá de prestar atención a sus andanzas. No todas, claro. Solo algunas de sus aventuras, como la venta de la cruz magnética que prometía dinero.
–¿Quién puede pagar por esas tonterías? –preguntó Clarice y él: -Su merced debiera creer en el poder de mí cruz magnética porque con ella gané mi fortuna.
No mentía. Pero contemplando los atardeceres de la Bahía de Cartagena, desde un balcón terraza en un piso doce,  bebiendo espumante español helado, el ánimo no se entregaba a sospechas ni a consideraciones. Lola conversaba con el torero y Clarice, contemplaba el mar desde la terraza. Cómo desatender aquellos atardeceres caribeños.
En Bogotá, Lola  no se había llevado bien con Manolo. Discutían todo el tiempo y confió esa circunstancia al torero que, de inmediato, le ofreció su apartamento en Bogotá, desocupado desde hacía años, hasta el final de sus vacaciones. Y todo lo que necesitara. Al fin y al cabo eran como hermanos dijeron ambos. Poco sorprendida, Clarice,  no hizo comentarios. Al llegar a Bogota, Lola se trasladó al apartamento del torero. Y a pesar de estar ubicado en  uno de los complejos más lindos de la ciudad, por las noches se encerraba en el cuarto, trabando la puerta con un mueble.  A través de las paredes podía escuchar  que deambulaban seres extraños. No eran espíritus, ni fantasmas, eran seres reales. Sucedió un par de noches. Al despertar la primera mañana, Lola,  dejó una queja o comentario en el contestador del teléfono del torero. No volvió a saber de intrusos. Tampoco del torero. El día de la partida, dejó la llave en portería y dos horas después se subió al avión rumbo a España.
Tampoco Clarice supo del torero. Y apenas de su amiga española. Meses después, la misma noche, tuvo noticias  de ambos. En el último informativo mostraron la foto del torero, como jefe de una banda de narcotraficantes españoles que, después de ser buscados por mucho tiempo, habían sido detenidos en esos días. Clarice lloraba. No puede ser el mismo. Tan amable que fue. Tan querido. Con intenciones de consolarla Manolo, sugirió que lo fuese a visitar a la cárcel. Clarice lloró más aún, sin comprender si se trataba de otra de sus bromas.  Pronto, supo que su marido no bromeaba. Había pasado apenas una hora cuando Lola llamó desde Marbella. Ambas lloraron a larga distancia. De pena y con temores retroactivos.  Lloraban con la misma ingenuidad que en ignoraron sus dudas.
Quién sabe qué, quién sabe cuánto y cómo sería la situación del caballero español. Tan generoso. Tan amable. No puede ser un narco. Cómo son los narcos. ¿Así son? Bueno Lola, mejor lo dejemos acá. Mejor Clarice, cuídate por favor.
Desde entonces, muchas cosas personales, del entorno social y político, sucederían  a Clarice. Y a Lola. Imposible no recordar La Fantástica y la contemplación por horas de la Bahía. Aquel sol estrellándose contra los cristales de la habitación redonda, los nítidos atardeceres, entretejiendo anaranjados con el bermellón de las torres,  el anochecer, la primera estrella, las luces o luciérnagas orillando el mar infinito, la brisa, el champagne, o cava al decir del torero, en la terracita y Cartagena a la mano o a los pies de Clarice, con el  repiquetear de  los cascos de los corceles de los coches cartageneros y vallenatos de fondo. Todo resuena en el recuerdo. Qué habrá sido de Lola. Qué, del torero.
Aconsejan no volver al sitio donde se fue feliz. Sin embargo, más allá de la emoción estética, Clarice no fue feliz en Cartagena.  Y no siempre en Bogotá. Pero que importa si hay tantas otras cosas, diría Borges. Clarice se había nutrido de una emoción estética de las que ponen a latir el corazón a millón por minuto. Se sabe que son esas las emociones que nunca se olvidan. Sí, pudo olvidar que  entre aconteceres y devenires, aquel amor que la había llevado al Caribe, transmutado en desamor, la regresó al Río de la Plata.
Sin embargo, aunque no ha sido feliz, Clarice intentará volver a Colombia tantas veces como sea posible. Necesita comprobar que no ha perdido su emoción estética. Han pasado más de diez años.  Pronto volverá. Analiza mapas, folletos, postales, fotos. Busca en internet, abre páginas de Colombia. Ante la pantalla se siente como  frente a un Aleph. Imposible no recordar a Borges aun soñando con Cartagena, o Bogotá. Nada  será  como entonces, se dice, y cómo si  la misma Clarice no lo es.  ¿O sí? No podrá ver la Bahía desde esa altura ni perspectiva. Tampoco serán posibles aquellas largas conversaciones con Lola y el torero. Qué habrá sido de Lola. Qué habrá sido de él. Estará preso todavía, vivo o muerto quizá. Nunca se sabe con esa gente. Nada es como era entonces.
Hay que desear mucho las cosas hasta conseguirlas. Dicen. Al fin, diez años después, Clarice  se encuentra de nuevo en el aeropuerto de El Dorado, en la fila de migraciones y con el diario en la mano. No le interesa el clima. Con quitarse de a una prenda por vez y viceversa, es suficiente. La temperatura es una estadística más. Tampoco le interesa lo dicho en grandes titulares. Sigue las letras chicas. Va y viene entre ellas. Mira, ve  y lee el nombre del torero en una pequeña nota. El corazón le bate como en aquellos años   batían los parches por las callecitas de la ciudad vieja.  
¿Es él? Es él. Se dice. Esta libre. O suelto. Quién sabe. Entonces no era narco. Qué suerte. No podía ser tan amable y generoso si fuera narco. Dejando las conjeturas de lado, Clarice lee que no es una simple  nota. Este entre los policiales y es una denuncia:
“…en la recepción de su hotel de bocagrande, en Cartagena, el viejo torero tiene cautivos dos tucanes  silvestres, y en malas condiciones:  mantiene iluminada la recepción las 24 horas,  los animales son fotografiados todo el tiempo por los turistas y  al lado del hotel hay un bar con música hasta altas horas de la noche intensificando así el maltrato a los animales, que  son jóvenes y pueden ser rehabilitados… Se habló con el dueño del hotel…”
-Sí es él, sigue siendo el mismo viejo torero –murmura Clarice- la misma cicatriz que le atraviesa la boca. Sin embargo dicen que encaró a los denunciantes con acento italiano. ¿Acento italiano? Ah no. Entonces no es. Pero es muy parecido, claro que han pasado diez años.  Cómo podrían confundir el acento malagueño con el italiano. Dicen además  que, “de una manera violenta, junto con los empleados del hotel, aprendieron al tucán para llevárselo y no entregarlo. Los uniformados de forma inmediata llaman la atención a los trabajadores del hotel y de la mejor manera se les explica que deben entregar “la especie” y dejarla a disposición de la guardia ambiental para su rehabilitación”. Finalmente, el dueño del hotel,  invocando a sus influencias logró sacar a los  tucanes y los llevó a una de sus fincas…-¿será la de los toros de lidia?- por lo tanto, concluye el representante legal del grupo de Sensibilización y Prevención Ambiental: “Nos comprometemos a hacer el seguimiento visitando constantemente el hotel, porque es seguro que volverán a traer a los tucanes a Bocagrande donde seguirán siendo utilizados como atractivo turístico.” No. No puede ser él. Imposible. Dejarlo libre por narcotraficante y perseguirlo por tener  ‘una especie’ o un tucán en el lobby de su hotel. No puede ser él. Seguramente es otro error.











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