En el siglo XIX, las mujeres no tienen voz; hasta que una se atreve a hablar; y en su voz florece la emancipación de todas.

Acerca de mi nuevo libro, Flora Tristan (Editorial Vestales)

'En el siglo XIX; las mujeres no tienen voz; hasta que una se atreve a hablar; y en su voz florece la emancipación de todas.


Sobre el libro

No es sobre mí que quiero atraer la atención; sino sobre todas las mujeres que se encuentran en la misma situación y cuyo número aumenta diariamente. Ellas pasan por los mismos sufrimientos que los míos; están preocupadas por la misma clase de ideas y sienten los mismos afectos.


Flora Tristán; a principios del siglo xix; antes de escribir; antes de convertirse en un ícono del feminismo; ha dicho basta: ha preferido volverse una paria a seguir en la casa de un marido que la maltrata; que ha sido antes su empleador en un trabajo aceptado por la desesperación del hambre. Entonces; se va de la casa en París; entonces; se embarca al Perú en busca de la herencia paterna; de lo que considera un derecho propio; aunque siempre le ha sido negado por una institución legal hecha por hombres para hombres. De regreso en París; publica sus vivencias en América; aboga por la igualdad de derechos de las mujeres; por la posibilidad del divorcio; por la tutela de su hija Alina.





Editorial: VESTALES
I.S.B.N: 9789878944241
Nro. de Paginas: 272
Idioma: ESPAÑOL
Formato: LIBROS
Encuadernacion: RÚSTICA
Clasificación: Libros - Ficción y Literatura - Novelas -
Fecha Publicación: 09/2022

Cambio de rumbo

I

El Mexicano rompía el cielo en el mar helado. El entorno era azul, frío y quieto. La tempestad 

de la noche devino en calma al amanecer. Flora amaneció aferrada al barandal de su litera. 

Durante la noche, había sufrido vaivenes y zarandeos sin una lámpara que le permitiera ver 

las cosas que caían y rodaban por el piso ni poder leer o tomar notas. 

No era el primer temporal a oscuras en ese barco rumbo al Sur de América.

Según los viejos lobos de mar que la rondaban, la oscuridad era para evitar incendios y mareos. 

Lo del fuego, tal vez fuera verdad. Lo de los mareos no. La oscuridad no remedia el vértigo, agonía 

que padecía desde niña y empeoró apenas puso un pie en la embarcación. Malestar que, según

 las coordenadas del capitán Chabrié, debería soportar durante un centenar de jornadas de 

navegación. Por el momento habían transcurrido unas cincuenta. La última tierra firme fue Burdeos. 

De los puertos por venir, poco podría ver o imaginar. La inquietaba Islay, el de Perú, donde 

abandonarían el barco después del bamboleo advertido en lo extenso de una travesía tan incierta 

como el porvenir.

Hasta donde habían navegado, a pesar de las distancias y el vértigo, tocaron días de travesía 

amable. Uno de ellos fue cuando, al grito de “¡Tierra!”, el capitán la indujo a respirar el aire puro en 

cubierta, y a través del catalejo ella pudo distinguir una atmósfera de colores oscilando entre la marea 

turquí y el cielo. Cabo Verde.

Flora sabía que entre aquel horizonte tornasolado y la isla verdadera habría enormes diferencias. 

Cabo Verde no sería tan cabo ni tan verde, como tampoco aquel otro lugar al final del mapa, 

el cabo de Hornos, donde seguramente no encontrarían calor, como tampoco en Tierra del Fuego. 

Según don Luis Davis, socio del capitán Chabrié, aquella tierra de nadie no debería llamarse 

“Tierra del Fuego”, sino “Tierra del Hielo”. Y decía incluso que allá, al final del mundo, donde se 

baten a duelo los dos océanos más grandes del mundo, el Pacífico y el Atlántico, se encuentra 

fondeado el diablo, que, a fin de enajenar a los incautos, arrastra toneladas de cadenas y hace

traquetear sus grilletes trastornando hasta la marejada. Acotaciones habituales del señor Davis.

Flora no se quedaba atrás. Durante una sobremesa, glorificando esas cotidianas vistas marinas, 

reflexionó:

—Todo paisaje es ilusorio, mon cher ami. El mar y la tierra son el paraíso de la mujer y del hombre. 

Somos quienes debemos crear esa forma soñada, plantar la vid y el olivo, arrancar espinas y 

zarzales, poner aromas y matices, encender los fuegos, esforzarnos para que esos paisajes sigan 

recordándonos a esa tierra prometida que ambicionamos; debemos luchar para mantenerla pródiga y

 vital, conservarla tal cual la idealizamos. Cuidar este paraíso de la mujer y del hombre es un deber y 

un derecho.

Davis, inmerso en sus propios deliberes o sin querer demostrar confusión ante los comentarios de la 

mujer extraña, se mantuvo en silencio.

Flora no siempre era tan segura en sus reflexiones. Solía mostrarse convincente, sin olvidar que 

sus juicios podían ser cuestionados por sus interlocutores; hombres en su mayoría que la 

interrumpían o parloteaban y reían estorbando sus comentarios, sin dar mucha credibilidad 

a sus palabras, y la obligaban a apurar el comentario para alcanzar a expresar su pensamiento. 

No era novedad en su vida.

Desde los cuatro años, cuando murió su padre, don Mariano Tristán y Moscoso, la oprimía el temor de caer en la 

indigencia; amenaza que nunca la abandonó.

No podía olvidar aquel día en que su padre, mientras intentaba dormirla, silenció su arrullo y cayó al suelo. 

Durante todo el día, ella se replegó bajo la mesa, igual a un bicho bolita, amparada por los flecos del mantel, 

sin perder de vista a los extraños de negro que irrumpieron en la casa. Desde entonces la persiguen el vértigo 

y el desasosiego. Miedo a los cuatro años, miedo a los doce, miedo a los diecisiete. Miedo en cada etapa de su vida. 

Temores y recelos que aumentaron a partir de su boda con André Françoise Chazal, borrachín y golpeador que a 

pedido de su madre, Teresa Laisney, la tomó como aprendiz de colorista en su taller de grabado, oficio que se extendió 

al de aprendiz de mujer, esposa y madre.

A pesar del despotismo de Chazal, de reconocer en las caritas de sus hijos los rasgos de su padre y de que los 

niños sospecharan ser hijos del abuso, Flora los amaba. Pues no toda mala semilla engendra mala hierba. 

Sufrieron muchos días de peleas, forcejeos y maltratos hasta que, notándose de nuevo preñada, resolvió desertar 

de esa prisión impuesta a modo de hogar.

Su martirio no era tanto el miedo a Chazal, sino el temor a sí misma. Lo odiaba, y el odio incita a la violencia. 

“¿Por qué no dejarme llevar por esta rabia que me sofoca?”, se decía, y lo escribía en libretas que disimulaba por los rincones.


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