De: Amor Traición y Muerte


Manuela Sáenz y Rosita Campuzano
don José de San Martín y siempre don Simón Bolívar...

Capítulo 17
Gloria, libros y mujeres...

Las dos bajaron del coche. Manuela Sáenz llevaba puesta ropa de trabajo, un vestido de bayeta apenas azul y una ruana café. Rosita Campusano no iba vestida para la ocasión; por debajo de su abrigo corto se asomaba un faldón demasiado claro, demasiado verde, barroco. Habían sido convocadas para ayudar en la clasificación de cientos de libros donados por el recientemente instituido Protector del Perú, el general don José de San Martín, a la Biblioteca Pública de Lima. El ajetreo era tanto por esos días que casi nadie se percató de la presencia de las bellas ecuatorianas.
Se acercaron a un hombre que herraba el caballo frente a la puerta de la caballeriza.
—¿Podría avisar al general que Rosita Campusano y Manuela Sáenz han llegado?
El hombre enderezó su espalda y luego de limpiarse las manos en el delantal, se pasó una mano por el pelo.
—Disculpen...
—¿Podría avisar al general, por favor? —dijo Rosita.
—Por lo de los libros —agregó Manuela.
—Ah... los libros. Pasen, señoras, entren nomás.
A no ser por esa marcada pátina de silencio esparcida por los muebles, o las cortinas meciéndose en las ventanas entreabiertas, nada ni nadie las recibió tampoco en la sala. Sólo silencio, y polvo de los caminos esparcido por los maletones, las cajas de madera con etiquetas de viajes e inscripciones.
Las mujeres se quitaron los abrigos, se enguantaron con mitones y manguitos. Volvieron a mirar a su alrededor. Eran centenares los libros. Sonrieron, inspiraron profundamente y se lanzaron manos a la obra. A modo de estrado, extendieron una manta sobre el piso junto a la ventana. Entre las dos fueron arrastrando uno a uno varios de los cajones, arrimaron también una caja vacía hasta el borde de la manta y unas listas, papeles, un carboncillo del escritorio del general, un inventario, redactado por el mismo San Martín. Por último, se sentaron entre los volúmenes.
Manuela Sáenz tomó uno y buscó en la lista. Cuando lo encontró hizo una tilde. Tomó una franelita limpiando el libro cuidadosamente y lo guardó en la caja.
—Traité de l’educatión des moutons —leyó en voz alta—... qué habrá interesado al general en este caso...
—¿Qué sabes de él, Manuela?
—No lo he leído.
—Hablo del general —murmuró Rosita mientras le alcanzaba otro.
—No mucho —respondió Manuela mientras repasaba el lomo verde de La Poucelle D’Orleans, y continuó:—... estos libros vienen de una rara travesía. Dicen que de Cádiz los llevó a Buenos Aires y luego a Mendoza y que, cuando se decidió la campaña de Chile, los llevó a Santiago, a pesar de haber escrito en la tapa del inventario que en caso de morir se le entregaran a su esposa.
Rosita se puso de pie.
—¿Cómo dijiste que se llama?
—¿Quién?
—La esposa del general.
Manuela dejó el carboncillo en el inventario abierto sobre la falda y se detuvo a observarla. Rosita, frente al espejo, apretaba el pañuelo por sus pómulos y un poco sobre los ojos. De a ratos se contemplaba. De a ratos dejaba ir su atención por la luna del espejo atenta su mirada a la sala. La escalera, las lámparas, un abrigo en el perchero, otro sobre una silla, papeles, cartas. Abandonó el espejo, se acercó al escritorio deslizando la mano sobre la madera. Su atrevimiento le hizo ocupar por un momento el sillón del general. Introdujo la pluma en el tintero y trazó unas líneas, luego arrugando el papel, se puso de pie cotejando que todo estuviese en su lugar.
—¿Cómo dijiste que se llama?
—¿Quién?
—¿Hace frío, no? —preguntó mientras se ponía su abrigo por los hombros.
—No.
—Me siento extraña.
Manuela la observó sin decir nada y le entregó el libro. Rosita lo abrió y luego de buscar en el inventario, tildó y puso el libro dentro de la caja.
—Sigue, por favor. Me interesa.
—Decía que cuando San Martín dispuso la campaña del Perú, decidió no separarse de sus libros.
En esta ocasión fue Rosita la que se quedó contemplando a Manuela.
—Es extraño.
—¿Extraño?
—Un hombre tan preocupado por la libertad, sin ataduras y yendo por el mundo con sus libros siempre a cuestas. No sé. Es raro..., luego dice que son para su esposa y al final los regala a un pueblo que ni siquiera es el suyo.
—Una tilde a Teoría de las Penas... —dijo Manuela sonriendo—. Lo de la esposa es confuso, pero... “un pueblo que ni siquiera es el suyo”... qué estás diciendo, Rosita, la única patria está en ser libre... no debes juzgarle tan ligero, hay que sondear en el corazón de los hombres para apreciar su proceder...
—Es como si se hubiese arrepentido.
—¿De qué hablas, Rosita?
—Le da sus libros y luego se los quita.
—Sólo los heredaba si él moría.
—Y como no se murió se los quita.
Manuela sonrió una vez más. Trabajaron en silencio. Obstinado silencio que pareció recrudecer en Rosita, durante el ir y venir del trapo, quitando el polvo del mismo libro. Manuela observaba a su amiga. El golpecito en la puerta les hizo girar la cabeza. Era el hombre que habían visto herrar el caballo al llegar.
—¿Puedo ayudar?
—¿Podría alcanzarnos aquellos? —ordenó Rosita sin mirarlo.
—¿Éstos, señora? —preguntó el hombre acercándose a la mesa.
—Sí. El más grande.
—Disculpe, señora, ¿el verde o el azul?
Algo en el tono les hizo levantar la cabeza.
—¿Los verdes? —insistió él respetuoso, con varios tomos en las manos.
—Sí. También los dos azules —respondió Rosita observando al hombre.
—Sigamos —dijo Manuela.
—Encyclopédie: Beaux-Arts —leyó Rosita y fue entregando los cuatro tomos a Manuela—, también traiga los del cajón cerrado.
—Bien, señora.
El hombre quitó uno a uno los chapones que sujetaban la tapa, sin forcejear, y finalmente la tapa. Fue trasladando los libros calladamente hasta el estrado una y otra vez clasificándolos por color. Manuela y Rosita reanudaron la conversación.
—Vino sin ella, ¿no?
—¿De qué hablas?
—¿Su esposa no vino con él?.
—No. Tal vez más adelante.
—No creo. Si se deshace de todo esto a lo que tanto cuidado le prodigó —dijo Rosita tomando de manos del hombre dos libros más—, qué no será capaz de hacer con una mujer.
—¿Traigo también los libros del escritorio? —interrumpió el hombre.
—No sé. ¿Qué opinas, Manuela?
—Quizá los esté consultando ahora... mejor ésos no.
De a ratos Rosita parecía sonrojarse, a pesar de que la mirada del hombre estaba puesta sólo en la cuidadosa clasificación de los libros por color. Cuando los libros fueron bastantes alrededor de las mujeres y el hombre dio el primer rodeo sin saber dónde poner los volúmenes que tenía en sus manos, Manuela le propuso:
—Por favor... siéntese cerca de nosotras. Si alguien les pasa una franelita, haremos más rápido.
—No sé si debo, señora —dijo el hombre bajando la cabeza.
—Siéntese, por favor —interrumpió Rosita—, el general estaría de acuerdo seguramente.
El hombre se sentó a cierta distancia sin decir nada.
—Más cerca, por favor.
Se acercó y en silencio, dobló la gamuza en cuatro y esperó paciente.
—Aquél...
—¿El verde, señora?
—El más grueso.
—¿El más grueso?
—Sí. Ése, el de arriba.
El hombre tomó el libro, le quitó el polvo, lo detuvo un momento en su mano, pero rápidamente volvió a pasar la gamuza, lo entregó y tomó el siguiente.
—¿Hace mucho que trabaja para el general San Martín? —preguntó Rosita.
—Sí, señora.
—O sea que lo conoce desde hace tiempo.
—Mucho —dijo el hombre esbozando una sonrisa.
—¿Y cómo es él?
—Tendrá que disculparme la señora, no sé si debo... —dijo el hombre sonriendo con cortesía.
Trapeando el libro. Sin levantar la vista.
—Sí, Rosita. Creo que lo comprometes. Mañana... vas a tener ocasión de hablar con el general...
—Todo el mundo querrá hablar con él.
—Busca ahora: Cartas de Abelardo y Eloísa, Historia de Juana de Arco, Quevedo... vamos que estamos atrasadas, Rosita.
Pero Rosita no prestaba atención, sólo leía unos párrafos escritos con letra firme y redonda en las tapas del inventario.
—¿Ves? —exclamó—. “Estos cajones de libros se hallan en Santiago de Chile en poder de don Paulino Cambell, los que en caso de mi fallecimiento se entregarán a mi esposa, doña Remedios de Escalada”, y luego casi a continuación, escrito con la misma letra pero mas inquieta y otro tono de tinta, se leía: “Todos los libros que contiene este cuaderno fueron regalados por mí a la Biblioteca Pública de Lima”. ¿Qué habrá sucedido mientras tanto?
—Ayer estuvo en casa don Alejo —interrumpió Manuela—, me contó que él había estado en la Santa María de los Buenos Aires y que nada parecía tener en común San Martín con aquel sitio...
Verdaderamente muy poco que ver con las siestas pueblerinas en Yapeyú, el calor de las tardes, la cara sucia de morder granadas, las manos violáceas de tanto robar moras, las rodillas polvorientas, la tierra colorada en los botines, el canto de las cigarras. Pero nada conocían Rosita o Manuela y quizá tampoco el mismo don Alejo, personaje que no viene al caso ni hace a la historia, por cierto, pero al que Manuela se empeñaba en citar como si fuera de importancia.
—Aunque tampoco tiene mucho que ver con España ¿sabes?, una vez estuvo a punto de ser linchado por error y pudo ponerse a salvo gracias a que uno de sus jefes, del Regimiento de Murcia, lo escondió en su casa —agregó Manuela.
—¿Y Trafalgar y el combate de Arjonilla y su ascenso a teniente coronel, por su acción en las cuestas del Madero, y las colinas de Bailén?
—Galardones, Rosita, aquéllos son sólo galardones. No creo que el general sea hombre de galardones. Me contó don Alejo que en Cádiz, San Martín participó en una reunión de americanos, en la que cada uno prometió regresar a su tierra natal, a fin de participar en las luchas libertadoras. Parece que San Martín pidió retiro sin sueldo pero con uso del uniforme y fuero militar; para trasladarse a Lima por asuntos familiares. Agravados seguramente por...
—¿Su esposa?
—No. Aún no la había conocido siquiera, pretextó que eran problemas a causa de sus veintidós años de servicio en el Ejército español, allá por el año once.
Manuela se interrumpió. Un manto de silencio cayó de nuevo sobre las dos. Rosita alzó la cabeza, observó a su amiga cuyo semblante imprevistamente había empalidecido.
—¿La masacre de Quito? —preguntó minutos más tarde.
—La masacre de Quito, el destierro de mi padre…mi marido.
El hombre que las ayudaba interrumpió para disculparse por no poder seguir colaborando. Antes de salir de la sala, se acercó al escritorio del general San Martín, tomó uno de los libros aún no clasificados y leyó en voz alta:
—“My only love springs from my only hate...” —luego extendió el libro hacia las mujeres.
Rosita Campusano no dijo nada. Apenas si trató de disimular la sorpresa; si habían considerado que aquel hombre silencioso y desarrapado no sabía leer cómo podían imaginar que sabía hablar en inglés.  El desconcierto inmutó el semblante de las dos. Manuela quitó el libro de las manos de Rosita.
— “Mi único amor surge de mi único odio”. ¿Romeo y Julieta?…
—¿Qué habrá querido decir?
—No sé, pero agrega Shakespeare a la lista y una tilde. Raro personaje, ¿no? No solo sabía leer sino que se expresa perfectamente en inglés…sin duda habrá tomado debida cuenta de nuestros chismes…
La criada entró y comenzó a encender las velas. El aire se colmó de humo más un intenso olor a cera quemada. La sombra de los árboles cubría las ventanas. Los reflejos en el remate de las columnas daban muestra de que el sol aún no caía del todo. Un solo rayo de luz quiso alcanzar el abrigo del general San Martín en el perchero, pero se extinguió en la penumbra antes de tocar la solapa, muriendo justo al rozar el extremo del apoyabrazos del sillón por donde El Libertador acostumbraba a deslizar su mano mientras leía o se abismaba en sus fines.
—Mejor nos vamos. San Martín ya no vendrá —dijo Rosita, quitándose los manguitos.
La criada las acompañó en silencio. Una vez afuera, el hombre que las había ayudado con los libros se volvió a acercar. Apenas sonrió, apenas alzó la mirada, y en silencio cargó las alforjas con libros que las mujeres pretendían llevar hasta el coche. Cuando ya casi habían atravesado el patio, se escucharon voces. De inmediato se oyó el alboroto de las botas, el roce de los metales y las chaquetillas. Era una escuadra compuesta por una decena de soldados. El golpe de los talones repercutió junto a la algarabía de unos loros y el murmullo de unos pichones en algún nido.
Manuela y Rosita cruzaron una mirada. No se detuvieron. Los hombres se cuadraban a su paso, uno a uno. Uno a continuación del otro. Silenciosa, Rosa Campusano sólo inclinaba levemente la cabeza. La escuadra terminaba al pie del coche. El hombre que las ayudaba trepó al pescante guardando las alforjas con los libros. Bajó. Solicitó su mano a Manuela Sáenz y a su amiga Rosita Campusano. A pesar de sentirse otra vez desconcertadas por la actitud del desconocido, ambas respondieron sin dudar. Él besó la mano de las mujeres.
Uno de los uniformados dio un paso hacia delante y sin esperar a que el coche se pusiese en marcha, golpeó de nuevo los talones, con la vista fija en los ramilletes de uvas de mármol, en la columna junto a la entrada de la casona destinada por esos días al Protector del Perú, el general San Martín.
—¡Teniente Cruz! —se presentó cuadrándose y entregando un mensaje al desconocido—... ¡Para usted general!
El teniente Cruz, dentro del uniforme, era un muchacho frágil semejante a un exiguo caballero dentro de su armadura. Si bien Cruz, mantenía la mirada en dirección a la columna junto al portal, pudo percibir aquel sostenido silencio entre el general San Martín y las damas. Viró su mirada, sesgadamente, trató de escudriñar la situación. De todos modos, no podía comprender. Cómo saber el motivo por el cual el general San Martín esbozaba esa pobre sonrisa. Sonrisa de hombre que ha sido descubierto en falta. Sonrisa tan pequeña como la falta. Su mano cetrina extendía frente a los ojos del  general un rollo de papel con cinta y lacre. San Martín tomó el parte de manos de Cruz, hizo una leve inclinación de cabeza a las mujeres y cerró la puerta del coche.
En efecto, el teniente Cruz no podía saber lo sucedido, sin embargo, aunque no observase toda la escena pudo suponer, sin dudar, que el general San Martín había ofrecido su mano a las dos muchachas, para subir al interior del coche y que, mientras ellas acomodaban sus petates, el general había acariciado el anca de uno de los caballos, dando finalmente una palmada en el lomo del animal mientras ordenaba al cochero ponerse en marcha. Todo sucedió como Cruz pensó, por ese motivo intentó conjeturar la causa del extraño semblante del Protector del Perú y del impasible perfil de Rosita Campusano. Perfil, esbozado en la transparencia del ventanuco trasero del coche, que se desmaterializaba en la brumazón del polvo levantado por el casco de los caballos.
Cuando el carruaje se convirtió en vestigio, corpúsculo de tierra, punto sumido en la distancia, sólo entonces, el general supo que el amor nace de una decisión libre. De la aceptación voluntaria de la fatalidad.
El general San Martín llevaba mes y medio en Lima y todo tipo de rumores se tejían en torno a él. Había desembarcado en las desiertas playas del Pisco. Pero Pisco estaba vacío, toda la población había huido luego de vivir la triste experiencia del ataque e incursión de lord Cochrane. Al tomar conocimiento del episodio, San Martín prometió severos castigos entre sus soldados, si alguno cometía cualquier tipo de violencia y robo contra la población. Empleó, además, como argumento, el triunfo constitucional en España. “La revolución de España”, manifestó, “es de la misma naturaleza que la nuestra. Ambas tienen la libertad por objeto y la opresión por causa. Sin embargo, la América no puede contemplar la constitución española sino como un medio fraudulento de mantener en ella el sistema colonial, que es imposible conservar por más tiempo a la fuerza. No nos sirve esa constitución creada y establecida a dos mil leguas, sin la intervención de nuestros representantes. Totalmente inútil entonces los esfuerzos del virrey por prolongar su decrépita autoridad”.
Aquel atardecer, durante la inauguración de la Biblioteca Nacional del Perú, Rosita Campusano observaba al general y evaluaba su inquebrantable aspecto: Los hombros el torso, el pelo, las patillas, los pómulos, la boca del general. Hasta demorar un último vistazo en el brillo de la mirada del hombre. En verdad, Rosita no había prestado atención a los corrillos de los últimos días acerca del Libertador. Lo importante era que, entre el efecto de sus proclamas y las tropas, San Martín ganó confianza y a los pocos días del arribar a Pisco, regresaron el millar de vecinos del éxodo provocado con el cobarde ataque de lord Cochrane. Por esos días todos se preguntaban por qué San Martín no avanzaba aún hacia Lima. Muy pocos contaban con que San Martín había decidido dar tiempo al tiempo: la autoridad virreinal encarada por el virrey Pezuela se desmoronaría por sí sola.
En efecto, poco después, el virrey Pezuela ofreció un armisticio de ocho días. La conferencia entre ambos sectores se llevaría a cabo en Miraflores. Por San Martín asistieron Guido, su edecán y García del Río; por Pezuela, el conde Villar de Fuentes, Hipólito Unanue y el marino Dionisio Capaz; de todos modos, nada importa quiénes eran sino que, como suele suceder en estos casos, cada uno se mantuvo en sus pretensiones: unos autonomía, colonia otros.
Pero, como también suele suceder: el enemigo nunca se queda quieto. Ese corto arreglo, ofrecía al virrey Pezuela la ventaja de mantener quieto a San Martín y poder agrupar e instruir a las tropas españolas. En cuanto a San Martín, conociendo más que nadie las reglas del juego, aprovechó esos días para descansar y a reponer fuerzas. Los esclavos del Perú, fueron convocados por ambos ejércitos para unirse a las huestes a cambio de su libertad; por otro lado, mientras tanto la fiebre diezmaba a buena parte de la población, lo que complicaba la actividad agrícola y la provisión de alimentos.
“No dude usted —vaticinaba San Martín en una carta a O’Higgins— de la conclusión feliz de esta campaña antes de tres meses si, como no tengo duda, nos ayudan los pueblos de la Sierra”.  Y fue con ese motivo que San Martín envió al general  Arenales a las sierras para avanzar a la zona de Jauja, al mismo tiempo que él se preparaba para reembarcar el resto del ejército y trasladarlo al norte de Lima. La finalidad era bloquear por hambre la capital, hasta que el batallón de Numancia, enviado por el general  Morillo fuera convencido de sublevarse y tomara la causa criolla. Había sospechas del sublevamiento y la firme promesa de refuerzo de hombres y caballada, provenientes efectivamente del lado de las sierras. Algo que sucedió, poco después, gracias a la participación de Manuela Sáenz que logró convencerlos de sublevarse al ejército español, por intermedio de su hermano que comandaba aquel batallón. Los liberales del mundo son hermanos en todas partes, proclamaba San Martín. También sostuvo que era necesario continuar con esa táctica de la espera en lo posible sin aventurar un solo hombre. Se barajaba la propuesta de que el general San Martín y el virrey Pezuela pudiesen viajar a España para tratar in situ la cuestión. Pero también a Pezuela lo acusaban de mantenerse inactivo, motivo por el cual los generales Valdés y Canterac encabezaron un motín en su contra; Pezuela entonces, además de ser acusado de absolutista, fue reemplazado por el general La Serna, y la población de Trujillo, se unió a la causa patriótica. Todo o casi todo había sido conjeturado por el general San Martín. Paso a paso las fuerzas se debilitaban. La espera casi siempre da buenos frutos...
El brillo febril en los ojos del hombre que habitaba al Protector del Perú, permitían suponer a Rosita Campusano, que además de buenos frutos, aquellas esperas lo habían sumido en otra mayor, obligándolo a permanecer las noches respaldándose entre almohadas, dormitando apenas. Eternas duermevelas apretadas por el deseo. Deseo de hincar el corazón ante una caricia, ante una palabra, ante un cuerpo desnudo con quien morir, pero muriendo muchas veces la misma noche. Morir hasta que la carne no sea carne desamparada de sangre, ni el alma sólo alma, ni las noches un simple insomnio entre nieblas y humo.
Rosita suspiró tan profundamente que Manuela la miró. Desplegaron los abanicos. Hacía calor en el recinto. Un calor que acentuaba el aroma fuerte de barnices, tintes, lacas y pulidos de la reciente restauración de muebles y pisos. Aroma proveniente del pelo natural, o pelo de lana, encasquetado en telas previamente remojadas en orines y más tarde en agua engomada. Pelo muerto inserto a manera de perfectos bucles en las pelucas. O esa otra fragancia, la de las alhucemas, proveniente de aromatizadores dentro de baúles y roperos. Efluvios de ropas, algunas oreadas y otras sin orear, tenaz hedor de alcanfores, de humedades secas a fuerza de tanto sol.
Era septiembre de 1821. Era el recinto de la Biblioteca del Perú. Era el acto de inauguración. Era el doctor Valdivieso, su director nato, quien abría la ceremonia:
—Tengo la honra de presentar, en el magnífico estado que se advierte... —dijo y se interrumpió dando un vistazo, no sólo a los anaqueles sino también a las mujeres que habían participado en todo aquello. “La Biblioteca Nacional del Perú, cuya importante obra me fue encomendada  -continuó Valdivieso-. Este día es muy amargo para nuestros enemigos pero muy dulce para la Patria y muy grato para ustedes. Se anuncia el triunfo de las luces que harán siempre invencibles las armas de la América y de la libertad, fruto precioso de constancia y sacrificios. Siempre habrá de reconocerse su origen a los gobiernos que más hayan cuidado la ilustración de los pueblos... No debemos olvidar que la mayor convicción del despotismo es alimentar la ignorancia; tampoco debemos olvidar jamás que América siempre deberá recomenzar, poniéndose en pie desde las ruinas de cada tiranía...”
Casi sobre el vocablo “tiranía”, tomó la palabra el bibliotecario Arce, Luego el vicepresidente de la Sociedad Patriótica, el doctor Unanué y los rectores de la Universidad de San Marcos, Colegios de San Martín, Libertad e Independencia, también el poeta Sánchez Carrión y Olmedo. Para cerrar el acto San Martín dijo:
—Señores, la Biblioteca está destinada a la ilustración universal, más poderosa que cualquier ejército. Los cuerpos literarios deben fomentar la ilustración... espero que así sucederá. Espero que este establecimiento, fruto de los desvelos del gobierno, será frecuentado por todos los amantes de las letras, quienes deberán mantenerse fieles al solo compromiso de dar testimonio en tiempos difíciles; tan difíciles como los que vamos atravesando, tan difíciles como los que será necesario atravesar aún.
Los aplausos estallaron en pleno discurso. Nadie pareció escuchar las últimas palabras. Los grupos se desmembraron, reacomodándose en nuevos círculos. Muchos alrededor del general San Martín. Rosita y Manuela se acercaron pero se vieron imposibilitadas de hablarle. No insistieron. Se dirigieron entonces a Monteagudo, Ministro de Estado del general San Martín. Rosita le pidió, en nombre de las dos, que hiciese llegar más tarde sus disculpas al general San Martín.
Mientras Rosita se ponía el abrigo, el poeta Sánchez Carrión se ofreció a acompañarlas. Manuela se dio vuelta y pudo constatar entre la gente los ojos inquietos del general San Martín. Lo vio darse vuelta una vez y otra más. Notó que empinaba de un solo trago la copa de brandy, sin dejar de mirar a su alrededor; Manuela pudo darse cuenta, también, de que, apenas terminó la bebida San Martín comenzó a toser. Lo vio entonces sacar un pañuelo y pasarlo por su frente; hasta le pareció verlo palidecer en el instante mismo que cruzaron sus miradas.
El general parecía a punto de desfallecer. Pero, ante la mirada de las mujeres carraspeó y se mostró sereno. Manuela alcanzó a verlo minutos después en pleno espasmo y a Monteagudo alcanzándole un frasquito. Rosita seguía molesta por la broma que San Martín les hizo mientras ordenaban los libros. A pesar del enojo o por su causa, San Martín no había dejado de observar a Rosita durante la ceremonia. Ambas lo miraron una vez más antes de salir del salón. Ni Manuela ni Rosita sabían del motivo de los espasmos. Nada conocían de esas celditas que gradualmente se iban rompiendo en los pulmones del general don José de San Martín.
Tampoco sospecharon ese día que, cuando lograra dominar en Ayacucho a los realistas, obligándolos a regresar a España, y después de una íntima charla con Simón Bolívar, en Guayaquil, don José de San Martín iba a volver a Mendoza para recomponer su salud por unos meses y luego emprendería el exilio con la sola compañía de su hija Mercedes. No. Cómo podrían imaginar tantas cosas por anticipado: que muy pronto, en una calle oscura de los alrededores, iban a dar muerte a ese otro porteño encantador e inteligente, el joven doctor Monteagudo, asesinato nunca aclarado que según se dijo podría ser consecuencia de una traición política o amorosa; cómo podría imaginar Manuela, que en dos o tres años ella misma, del brazo de Simón  Bolívar, recibiría a los invitados como dueña y señora de  La Magdalena. Residencia que  por el momento,  había sido destinada al Protector del Perú,  don José de San Martín.
Viendo toser a San Martín, Manuela apenas  atinó calladamente a caminar  por detrás de Rosa Campusano y, con una discreta inclinación de cabeza, agradeció al doctor Monteagudo que gentilmente las acompañó hasta el coche.






- La Libertadora del otro Libertador

  He nacido bajo la línea del Ecuador, 
   todo el Sur de América es mi Patria.
  Manuela Sáenz


“...No es grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar”, escribe Manuela Sáenz en 1824 a su esposo James Thorme, “ ¿Crees por un momento que, después de ser amada por este general durante años,  voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo, o de lo tres juntos?”, y en otra carta casi al mismo tiempo, Manuela escribe a  Simón Bolívar:  “Le guardo la primavera de mis senos, general, y el envolvente terciopelo de mi cuerpo  (Que son suyos).” 
 Dicen  que estar siempre a un paso del castigo hace más intenso el sentimiento; dicen que en los ‘amores fuera de la ley’  no se  goza tanto de la plenitud de estar  junto al otro como del vértigo que produce el miedo a ser descubierto; dicen que la sombra del tercero está siempre presente; dicen, que el amor se nutre de esa ‘deliciosa inestabilidad’ y que los amantes secretos se acercan a la locura. Dicen que para intentar una correcta interpretación de la infidelidad,  es necesario diferenciar ‘el sentimiento amoroso’, de la idea de ‘amor’ adoptada por cada sociedad y cada época. Pero el motivo del enamoramiento entre Manuela Sáenz y Simón Bolívar, sin duda, ha sido otro.
Don Simón y San Martín  eran por esos tiempos, y aun hoy,  los máximos exponentes  de la liberación de América y desde siempre la política y el amor atraen a las mujeres. A casi todas.. Reflejarse o reconocerse en los ojos de Bolívar no era poca cosa. Sin embargo, no cabe duda que tampoco fue poca cosa, para Bolívar, reconocerse en los ojos de una mujer de la fuerza de la ecuatoriana Manuela Sáenz. Según Virginia Wolf, las mujeres somos espejos capaces de reflejar a los hombres al doble de su tamaño natural… En el caso de Manuela y Bolívar, quién sabe cuál de los dos espejó primero y a lo grande, al otro. 
En uno de sus escritos Manuela sostiene: “He nacido bajo la línea del Ecuador, todo el Sur de América es mi patria…”.  A partir de esa premisa, no cabe duda, que la Sáenz hizo suya la causa americana. Ya lo era cuando conoció a San Martín, sin embargo, cuando conoció a Bolívar supo que era él a quien debía unirse para aunar esfuerzos Nacida en 1797, durante un terremoto que hizo caer buena parte de la ciudad de Quito, Manuela fue anotada como de padres no nombrados. Joaquina Aispuru, su madre, había cometido un delito; soltera y a los 29 años quedó embarazada de un hombre casado, don Simón Sáenz de Vergara,  Regidor del Cabildo en el Quito vierreinal. Apenas nació, Manuela fue quitada  a su madre y llevada por su tío Aizpuru, el sacerdote, al convento para ser criada por las monjitas. El cura la alejó de la familia para que su condición de hija natural de don Sáenz de Vergara, pasara inadvertida. En cuanto a la madre, Joaquina Aizpuru murió apenas le quitaron a la niña. Nunca lo sabría pero mientras ella daba a luz, la esposa del marido infiel traía al mundo un varoncito.  Fue así que durante sus primeros años Manuela vivió entre el convento y la hacienda en Catauango de la familia materna. No obstante, alrededor de los cuatro años, don Simón Sáenz de Vergara terminó por reconocerla. Siendo adolescente y dado que tanto trabajo provocaba a  las monjas  con sus  irreverencias  fugas, fue a vivir definitivamente a la casa de su padre. Allí se ganó el afecto y la amistad de su madrastra, a quien llamaba ‘La Mamacita’, ferviente luchadora, independista y militante, que no solo influenció en Manuela sino que terminó por alejarse de su marido no tanto por sus infidelidades sino más porque  era un funcionario español.
En 1809, nobles y plebeyos se alzaron contra el poder realista, y fueron perseguidos. Es la voz de una patriota quiteña, Manuela Cañizares la que se escucha en defensa de los conjurados. La Cañizares los esconde en su casa pero son encontrados y colgados en la Plaza, en ceremonia pública. Ajusticiamiento al que Manuela asiste por consejo de la Cañizares: ‘Nunca dejes de ver cuando estos herejes, creyendo hacer justicia, matan a nuestros hombres’, escuchó Manuela en momentos del ahorcamiento de los sediciosos. Por varios días, asistió Manuela, como a una ceremonia, para ver aquellas cabezas clavadas en picas en medio de la plaza, que escarmentaban a la población de cualquier amague de sedición.  Aquella noche, varios hombres y mujeres aparecieron muertos en su cama con el cráneo destrozado a culatazos, o el pecho traspasado por el fusil. Hubo quien resistió largo tiempo haciéndose pasar por muerto para dejar de recibir los puntazos de la bayoneta. Todo esto sucedía en la intimidad de las casas mientras el general godo, un tal Barrantes, no perdonaba la vida de ningún patriota y rastreaba cada  rincón de la ciudad. De ese modo, Manuela Sáenz despertó a la ideología. Con las historias de Manuela Cañizares y las de su ‘Mamacita’ que, además le contaba las de Micaela Bastidas, en el alto Perú y Policarpa Salavarrieta, en Colombia,  más las aventuras de sus propias compañeras las negras Jonathas y Nathan que ya venían haciendo de las suyas, Manuela nunca dudo qué bandera tomar.
La situación en Quito, Ecuador, en esas primeras décadas del siglo XIX, exactamente en 1809, no era muy distinta que en las colonias a orillas del Río de la Plata, o en el Alto Perú.  Pasados esos primeros días y aún con sangre derramada dispersa por la ciudad, se buscó dar una justificación a la causa de la revolución. El virrey, elevó un informe o proclama: “El actual estado de incertidumbre en que esta sumida la España, el total anonadamiento de todas sus autoridades legalmente constituidas y los peligros a que están expuestos las personas y las posesiones de nuestro muy amado Fernando VII de caer bajo el tirano de Europa: Napoleón, han determinado a nuestros hermanos para liberarse de las pérfidas maquinaciones de los pérfidos compatriotas indignos del nombre español y para defenderse del enemigo común. Los leales habitantes de Quito, imitando su ejemplo y resueltos a conservar para su rey  y soberano señor de esta parte de su reino... han establecido también una Junta Soberana en esta ciudad de San Francisco de Quito”. Los funcionarios a quienes se les perpetuó la revolución, aunque nada tenían que ver con la revuelta fueron reemplazados por otros, supuestamente leales al Rey Fernando. Entre ellos se relevó de su cargo de Regidor a don Simón Sáenz de Vergara,  a quien Manuela acompañó en su exilio a  Panamá.
Por esos tiempo, además,  don Simón Sáenz de Vergara no sabía cómo mitigar la rebeldía de su hija, que para colmo de males había sido acusada por las monjitas de haberse escapado varios días del convento acompañada de un soldado: Fausto D´Elhuyar. En realidad, nunca se encontraron datos ni documentos que acreditaran aquel hecho, tal vez, desde entonces haya sido injuriada y se le hayan inventado historias por su pública adhesión a la causa criolla.
Para suerte de don Simón Sáenz, y la familia Aizpuru, que tampoco aceptaban la conducta de Manuela, durante esa temporada de exilio en Panamá, en una velada danzante, la joven rebelde conoció a James Thorne, un personaje tan misterioso que se desconoce, por ejemplo, su profesión: algunos dicen que era médico, otros afirman que sólo era un aventurero. Lo cierto es que aquel hombre pidió la mano de Manuela y don Simón, aceptó. De ese modo la joven, como tantas otras mujeres de la época, fue lanzada al matrimonio para imponer decoro a sus juegos y coartar su ideología. Se casaron, y bien pronto, se trasladaron a Lima, donde Thorne tenía un compromiso laboral. Fue entonces cuando Manuela conoció a don José de San Martín y su obra emancipadora.
A pesar del control de su marido, y del resto de la familia, Manuela no abandonó sus intereses políticos. Su hermano José María Sáenz, aquel que había nacido el mismo día que ella, comandó el batallón de Numancia. Manuela se dirigió al campamento de los godos a debatir con él y,, en compañía de sus inseparables negras Nathan y Jonhatas, que ya no eran sus criadas sino sus compañeras, convenció fácilmente con razones, discursos y dulces, al grupo armado español de pasarse al ejército de San Martín.
El 21 de enero de 1822, San Martín instituyó la Orden del Sol con que premiaría a todo aquel, y aquella, que hubiera colaborado con acciones a favor de la causa independista; una banda bicolor, blanca y encarnada, con una medalla de oro con las armas nacionales en el anverso y, en el reverso, la inscripción: “Al patriotismo de las más sensibles”. Una de las primeras medallas fue la otorgada a Manuela Sáenz, justamente por aquella patriada de convencer al batallón de Numancia de ponerse al servicio del ejército criollo.
Más adelante, enterada de que al fin Bolívar ha liberado Quito del yugo español, Manuela decidió irse de Lima, con Nathan y Jonathas, y alcanzar a los patriotas. Después de un largo viaje a caballo lograron llegar a Quito, donde se preparaban los festejos para recibir al Libertador Bolívar. Manuela asistió a los festejos, ataviada con sus mejores galas e intenciones. Entonces lo vio. Allí estaba Bolívar. Allí estaba ella. Se miraron y percibieron una vida juntos. Ella le ofreció su ayuda incondicional. Como mujer y como combatiente. Esa misma noche, se escaparon juntos. Tardaron varios días en regresar.
A partir de ese momento, Manuela y sus muchachas formaron parte del ejército de Bolívar. Cuidando a los heridos y cocinando para ellos, buscando información en los salones, y enarbolando el fusil en el campo de batalla. Sabían montar, disparar, engañar al enemigo con cualquier tipo de estrategia y seducción o con sable en mano y a degüello. Manuela decidió, definitivamente entonces dejar a su esposo Thorne. Después de aquellos románticos días con Bolívar le escribe:
 “… No, no y no; por el amor de Dios, basta. ¿Por qué te empeñas en que cambie de resolución? ¡Mil veces, no! Señor mío, eres excelente, eres inimitable. Pero mi amigo, no es grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar; dejar a un marido sin tus méritos no sería nada. ¿Crees por un momento que, después de ser amada por ese general durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del hijo, del espíritu Santo o de los tres juntos? Sé muy bien que no puedo unirme a él por las leyes del honor, como tú las llamas, pero, ¿crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido? ¡Oh! No vivo para los prejuicios de la sociedad, que sólo fueron inventados para que nos atormentemos el uno al otro. Déjame en paz, mi querido inglés. Déjame en paz. Hagamos en cambio otra cosa. Nos casaremos cuando estemos en el cielo, pero en esta tierra ¡no! ¿Crees que la solución es mala? En nuestro hogar celestial, nuestras vidas serán enteramente espirituales. Entonces todo será muy inglés, porque la monotonía está reservada para tu nación, en amor, claro está, porque sois muy ávidos para las bromas. […]Amas sin placer. Conversas sin gracia, caminas sin prisa, te sientas con cautela y no te ríes ni de tus propios atributos divinos, pero yo, miserable mortal que puedo reírme de mí misma, me río de ti también, con toda esa seriedad inglesa. ¡Cómo padeceré en el cielo! Tanto como si me fuera a vivir a Inglaterra o a Constantinopla. Eres más celoso que un portugués, por eso no te quiero. ¿Tengo mal gusto? Pero basta de bromas. En serio, sin ligereza, con toda la escrupulosidad, la verdad y la pureza de una inglesa, nunca más volveré a tu lado. Eres católico, yo soy atea y esto es nuestro gran obstáculo religioso; quiero a otro y esto es una razón mayor todavía más fuerte. Siempre tuya. Manuela.”
 Manuela siguió a Bolívar, trató de estar siempre cerca de él, a pesar de que buena parte del tiempo lo pasarían en combate y por separado. La Magdalena, en Lima, casona donde había vivido el general San Martín y donde Manuela lo  conoció, fue el lugar que la pareja eligió como refugio. Allí pasarían la mayor parte del tiempo que estuvieron juntos. En 1828, ya en Bogotá, un grupo de militares al mando del general Santander, traicionó a Bolívar. Entraron a la fuerza al Palacio de San Carlos, donde Bolívar y Manuela dormían. Cuando  se dio cuenta del inminente ataque, Manuela obligó a Bolívar a escapar por una ventanita, mientras  con un pretexto cualquiera entretenía a los traidores que, cobardemente, la golpearon. Fue a partir de aquel episodio que Bolívar hablaba de Manuela como ‘la Libertadora del Libertador’.
 Mucho se habló de esta extraordinaria mujer y su amor incondicional hacia Bolívar, también de las tantísimas aventuras amorosas del Libertador, que al parecer demasiadas veces intentó apartarse de ella. Escribirá Bolívar al  general Córdoba: “¿Qué quiere que le diga a usted? Usted la conoce de tiempo atrás. Yo he procurado separarme de ella, pero no se puede hacer nada contra una resistencia como la suya…”
En efecto, Bolívar nada pudo hacer, en realidad no quiso hacerlo, para alejar a Manuela de su lado. Aunque no estuvieron tanto tiempo bajo el mismo techo, compartiendo una vida cotidiana, a partir del momento que se conocieron ya nada sería igual para ninguno de los dos. A pesar de las numerosas mujeres que se le atribuyen, hubo un antes y un después de Manuela Sáenz para el Libertador.  Y, definitivamente, nunca nada volvió a ser igual para Manuela, después de conocer a Bolívar. Cansado de las traiciones y amenazas de sus compañeros de armas, y gravemente enfermo,  el 27 de abril de 1829, en Bogotá,  Bolívar  renunció, o fue inducido a renunciar, y decidió irse.
Atravesaría casi todo Colombia para alcanzar el Caribe colombiano en Santa Marta,  y embarcarse en el buque que lo llevaría a Londres. El venezolano, navegó lentamente por el Río Magdalena, despidiéndose de esa tierra en la que no había nacido pero que  liberó. Su patria, por tanto.
El 17 de diciembre de 1830, Manuela peleaba en Bogotá tratando de mantener en alto el prestigio de Bolívar. Con sus muchachas, incendió el local donde se imprimía el periódico La Aurora que había incrementado su campaña de agravios contra el Libertador Bolívar. Después del incendio, a Manuela le allanaron la casa, todo fue desbaratado y roto documentos, libros y mobiliario. Manuela, y las muchachas, lograron escapar. A pesar de que el Libertador, le  prohibió seguirlo, montó su caballo y partió hacia el puerto de Honda, a orillas del Magdalena, donde se embarcaría para alcanzarlo.
Al mismo tiempo, en Santa Marta, en la Quinta San Pedro Alejandrino, propiedad de un español llamado Joaquín de Mier, moría Bolívar.
Manuela se enteró de la terrible noticia cuando llegó al puerto de Honda, y  a punto de embarcarse en el Magdalena. Perú de la Croix, secretario de Bolívar, le informó además sobre la última voluntad de su amado: irse lejos de Bogotá. Irse a un lugar en el que Santander y sus secuaces traidores no pudieran atacarlo a él ni a su recuerdo. Ni a él ni a sus ideas. “¡Vámonos! ¡Vámonos!” –había expresado el Libertador a de la Croix, con su último aliento- “¡Esta gente no me quiere en esta tierra!”  
El dolor y el odio  hicieron volver a Manuela Bogotá. Tenía que sostener más que nunca la buena imagen de Bolívar. Fue amenazada y citada a presentarse ante un tribunal, cosa que no hizo. Una a una rompió las sucesivas citaciones del gobierno de turno, conformado por  aquellos traidores a Bolívar, y a la Patria. 
Solo un grupo de mujeres bogotanas salieron en  defensa de Manuela. Inesperado apoyo de quienes en vida de Bolívar la habían denostado. A veces, la solidaridad de género prima por sobre la de clases: “…Nosotras, las mujeres de Bogotá, protestamos de esos provocativos libelos contra esta señora, que aparecen en los muros de todas las calles. La señora Sáenz, a la que nos referimos, no es una delincuente… Se dice que se la quiere reducir a prisión o a destierro. […] se dice que ella ha puesto los libelos infamatorios que pusieron en las esquinas, no, ella no es capaz de un lenguaje igual, es demasiado señora e ingenua o franca para valerse de un recurso tan ruin. Otro papel se encontró que decía: ¡Viva Bolívar!, de esto sí la cree el público capaz, pero éste no es un delito”.
Tiempo después y como si nunca hubiese acontecido nada, como si en aquel año de 1833, el gobierno no hubiese expedido su expulsión, como si su hermano José María Sáenz no hubiera sido asesinado en el alzamiento contra Guayaquil; como si nadie le hubiese impedido su regreso a la ciudad de Quito, su lugar de nacimiento, acusándola de participar en un alzamiento donde su propio hermano fue asesinado o, por el contrario, intentando ella misma vengar su muerte; como si nunca hubiese tenido que pasar por Jamaica, desterrada y empobrecida, recorriendo cada uno de los sitios donde imaginaba encontrar a Bolívar o su espíritu a la vuelta de cada esquina; como si aquel transcurrir del tiempo se tratara solo de un viaje más, repudiada en Guayaquil, se embarcó rumbo al puerto de Paita, en el límite entre Ecuador y Perú, porque a unas leguas del puerto, en la ciudad de Piura, su amigo el general Flores que pergeñaba otra revolución para retomar las ideas de Bolívar, le había prometido que podría regresar a Quito.  
Manuela sólo volvió a sonreír cuando el capitán del barco le entregó su catalejo. Jamás había mirado por uno. ¡Dios! –exclamó-  y una eclosión de azules la invadió. Aunque el mar era el de siempre, era el del Ecuador y el de Panamá, el de Venezuela y el de Jamaica, el de Colombia; el de Santa Marta, donde Bolívar dejó ir su última mirada y su aliento final. Manuela escuchó el ancla abriéndose paso en el agua que golpeaba el casco del barco. Entregó el catalejo y observó los círculos en el agua en torno a la soga del áncora: Puerto Paita, dijo en voz alta y el ancla se clavó definitivamente en las arenas profundas del pequeño puerto ballenero del Perú, donde pasaría sus días recordando a Simón Bolívar,  y las tantas palabras de amor que justificaban su existencia, como aquellas que Simón escribiera a su común y  peor enemigo, el general Santander: 
“¿Qué la degrade? ¿Me cree usted tonto? Un ejército se hace con héroes, en este caso con heroínas. […] ¿Qué quiere que yo haga Santander? Yo le pregunto a usted, se cree más justo que yo? Ya conoce a Manuela, sabe de su comportamiento cuando algo no le encaja. Usted tiene razón  en que yo sea tolerante con las mujeres a la retaguardia, esto es una tranquilidad para la tropa, Santander. Un precio justo al conquistador,  el que su botín marche con él.”
Pero Manuela Sáenz nunca fue un botín de guerra y Simón Bolívar lo supo mejor que nadie. Manuela le sobrevivió 26 años. Su cuerpo fue quemado en una fosa común, dado lo contagioso de la peste que la mató junto con parte de la población del  pequeño caserío de Paita.. No se conocen sus últimas palabras, como sí suele suceder con casi todo prócer, pero es de suponer que a la par de los últimos latidos de su corazón le resonarían las  últimas palabras de amor que Bolívar le escribió desde su lecho de muerte: “…en mí solo hay los despojos de un hombre que solo se reanimará si tú vienes. Ven para estar juntos […] y hazlo ataviada con ese velo azul transparente, igual que la ninfa que cautiva al argonauta. Tuyo. Bolívar”.
    



20- El amor y sus  coincidencias



Breves reflexiones que Simón Bolívar compartiera por carta y con amigos, acerca de Manuela Sáenz…

          “¡Yo siempre tan pendejo!... Nunca conocí a Manuela, en verdad nunca terminé de conocerla. ¡Ella es tan sorprendente! ¡Carajo yo! ¡Carajo!... ella estuvo muy cerca y yo la alejaba pero cuando la necesité siempre estuvo allí. Cobijó todos mis temores...
         No hay mejor mujer. Ésta me domó, sí, ella supo cómo. La amo. Sí, todos lo saben... Mi amable loca. Sus avezadas ideas de gloria: siempre protegiéndome, intrigando a mi favor y a la causa, algunas con ardor. Otras con energía. ¡Carajo!
         Manuela siempre se quedó. No como las otras. Se importó a sí misma y se impuso con su determinación incontenible y el pudor quedó atrás y los prejuicios... pero, cuanto más trataba de dominarme, más era mi ansiedad por liberarme de ella... fue y sigue siendo un amor de fugas...”
          Sí, mujer excepcional, pudo proporcionarme todo lo que mis anhelos esperaban en su turno. Arraigó en mi corazón y para siempre la pasión que despertó en mí desde el primer encuentro...
          Mis infidelidades durante Manuela fueron, por el contrario de otras experiencias, el acicate para nuestros amores... nuestras almas fueron indómitas para permitirnos la tranquilidad de dos esposos... nuestras relaciones fueron cada vez más y más profundas...
          ¡Carajo!... De mujer casada a Húzar, secretaria y guardián celoso de los archivos y correspondencia confidencial personal mía... de batalla en batalla a teniente, a capitán y se lo gana en el arrojo de su valentía... ¡qué tiene que ver el amor en todo esto!...
          ¿Y  lo otro…?, bueno... es mujer y así ha sido siempre, candorosa, febril, amante... ¡qué más quiere usted que diga! ¡Coño de madre! ¡Carajo!... ¡Y yo tan pendejo!”   Simón Bolívar

Breves reflexiones que Manuela Sáenz compartiera por carta y con amigos, acerca de Simón Bolívar…

          “Hoy se me hace preciso escribir, por la ansiedad. En este silencio mío medito. No puedo olvidar... Un amigo muy querido me preguntó qué había sido yo para El Libertador:
         ¿Una amiga? Lo fui como la que más, con veneración, con mi vida misma.
          ¿Una amante? Él lo merecía y yo lo deseaba y con más ardor, ansiedad y descaro que cualquier mujer que adore a un hombre como él.
          ¿Una compañera? Yo estaba más cerca de él apoyando sus ideas y decisiones y desvelos más, mucho más que sus oficiales y sus raudos lanceros.
           ¿Qué fueron sus últimos días? Él era un hombre solitario, lleno de pasiones, de ardor, de orgullo, de sensibilidad. Le faltó tranquilidad. La buscaba en mí siempre.
          Al principio tuve que hacer de mujer, de secretaria, de escribiente, de soldado húsar, de espía, de inquisidora como intransigente. Yo meditaba planes. Sí, los consultaba con él, casi se los imponía; pero él se dejaba arrebatar por mi locura de amante y allí quedaba todo. Como soldado húsar fui encargada de manejar y cuidar el archivo y demás documentos de la campaña del Sur. De sus cartas personales y de nuestras cartas apasionadas y bellas. Los dos escogimos el más duro de los caminos... Qué señor mío este Simón, para robar todos mis pensamientos, todos mis deseos, toda mi pasión. Manuela”

Comentarios

Norma ha dicho que…
Dime cómo hacer para tener acceso a los capìtulos anteriores. Este es un tema apasionante. Doblemente por ser compartido. Amo la historia. Y admiro a las mujeres capaces de novelarlas. Mi respeto, Norma
Silvia Miguens ha dicho que…
Gracias Norma, quiero publicar toda la novela en el blog,pero no se si puede publicarse un pdf. o solo debe ser así por capítulos. Estoy estudiando esto...pero te lo puedo mandar por mail. cariños

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