De: Amor Traición y Muerte
Manuela Sáenz y Rosita Campuzano
don José de San Martín y siempre don Simón Bolívar...
Capítulo 17
Gloria, libros y mujeres...
Las dos bajaron del coche.
Manuela Sáenz llevaba puesta ropa de trabajo, un vestido de bayeta apenas azul
y una ruana café. Rosita Campusano no iba vestida para la ocasión; por debajo
de su abrigo corto se asomaba un faldón demasiado claro, demasiado verde,
barroco. Habían sido convocadas para ayudar en la clasificación de cientos de
libros donados por el recientemente instituido Protector del Perú, el general
don José de San Martín, a la Biblioteca Pública de Lima. El ajetreo era tanto
por esos días que casi nadie se percató de la presencia de las bellas
ecuatorianas.
Se acercaron a un hombre que
herraba el caballo frente a la puerta de la caballeriza.
—¿Podría avisar al general que
Rosita Campusano y Manuela Sáenz han llegado?
El hombre enderezó su espalda y
luego de limpiarse las manos en el delantal, se pasó una mano por el pelo.
—Disculpen...
—¿Podría avisar al general, por
favor? —dijo Rosita.
—Por lo de los libros —agregó
Manuela.
—Ah... los libros. Pasen,
señoras, entren nomás.
A no ser por esa marcada pátina
de silencio esparcida por los muebles, o las cortinas meciéndose en las
ventanas entreabiertas, nada ni nadie las recibió tampoco en la sala. Sólo
silencio, y polvo de los caminos esparcido por los maletones, las cajas de
madera con etiquetas de viajes e inscripciones.
Las mujeres se quitaron los
abrigos, se enguantaron con mitones y manguitos. Volvieron a mirar a su
alrededor. Eran centenares los libros. Sonrieron, inspiraron profundamente y se
lanzaron manos a la obra. A modo de estrado, extendieron una manta sobre el
piso junto a la ventana. Entre las dos fueron arrastrando uno a uno varios de
los cajones, arrimaron también una caja vacía hasta el borde de la manta y unas
listas, papeles, un carboncillo del escritorio del general, un inventario,
redactado por el mismo San Martín. Por último, se sentaron entre los volúmenes.
Manuela Sáenz tomó uno y buscó
en la lista. Cuando lo encontró hizo una tilde. Tomó una franelita limpiando el
libro cuidadosamente y lo guardó en la caja.
—Traité de l’educatión des
moutons —leyó en voz alta—... qué habrá interesado al general en este caso...
—¿Qué sabes de él, Manuela?
—No lo he leído.
—Hablo del general —murmuró
Rosita mientras le alcanzaba otro.
—No mucho —respondió Manuela mientras
repasaba el lomo verde de La
Poucelle D ’Orleans, y continuó:—... estos libros vienen de
una rara travesía. Dicen que de Cádiz los llevó a Buenos Aires y luego a
Mendoza y que, cuando se decidió la campaña de Chile, los llevó a Santiago, a
pesar de haber escrito en la tapa del inventario que en caso de morir se le
entregaran a su esposa.
Rosita se puso de pie.
—¿Cómo dijiste que se llama?
—¿Quién?
—La esposa del general.
Manuela dejó el carboncillo en
el inventario abierto sobre la falda y se detuvo a observarla. Rosita, frente
al espejo, apretaba el pañuelo por sus pómulos y un poco sobre los ojos. De a
ratos se contemplaba. De a ratos dejaba ir su atención por la luna del espejo
atenta su mirada a la sala. La escalera, las lámparas, un abrigo en el perchero,
otro sobre una silla, papeles, cartas. Abandonó el espejo, se acercó al
escritorio deslizando la mano sobre la madera. Su atrevimiento le hizo ocupar
por un momento el sillón del general. Introdujo la pluma en el tintero y trazó
unas líneas, luego arrugando el papel, se puso de pie cotejando que todo
estuviese en su lugar.
—¿Cómo dijiste que se llama?
—¿Quién?
—¿Hace frío, no? —preguntó
mientras se ponía su abrigo por los hombros.
—No.
—Me siento extraña.
Manuela la observó sin decir
nada y le entregó el libro. Rosita lo abrió y luego de buscar en el inventario,
tildó y puso el libro dentro de la caja.
—Sigue, por favor. Me interesa.
—Decía que cuando San Martín
dispuso la campaña del Perú, decidió no separarse de sus libros.
En esta ocasión fue Rosita la
que se quedó contemplando a Manuela.
—Es extraño.
—¿Extraño?
—Un hombre tan preocupado por la
libertad, sin ataduras y yendo por el mundo con sus libros siempre a cuestas.
No sé. Es raro..., luego dice que son para su esposa y al final los regala a un
pueblo que ni siquiera es el suyo.
—Una tilde a Teoría de las
Penas... —dijo Manuela sonriendo—. Lo de la esposa es confuso, pero... “un
pueblo que ni siquiera es el suyo”... qué estás diciendo, Rosita, la única
patria está en ser libre... no debes juzgarle tan ligero, hay que sondear en el
corazón de los hombres para apreciar su proceder...
—Es como si se hubiese
arrepentido.
—¿De qué hablas, Rosita?
—Le da sus libros y luego se los
quita.
—Sólo los heredaba si él moría.
—Y como no se murió se los quita.
Manuela sonrió una vez más.
Trabajaron en silencio. Obstinado silencio que pareció recrudecer en Rosita,
durante el ir y venir del trapo, quitando el polvo del mismo libro. Manuela
observaba a su amiga. El golpecito en la puerta les hizo girar la cabeza. Era
el hombre que habían visto herrar el caballo al llegar.
—¿Puedo ayudar?
—¿Podría alcanzarnos aquellos?
—ordenó Rosita sin mirarlo.
—¿Éstos, señora? —preguntó el
hombre acercándose a la mesa.
—Sí. El más grande.
—Disculpe, señora, ¿el verde o
el azul?
Algo en el tono les hizo
levantar la cabeza.
—¿Los verdes? —insistió él
respetuoso, con varios tomos en las manos.
—Sí. También los dos azules
—respondió Rosita observando al hombre.
—Sigamos —dijo Manuela.
—Encyclopédie: Beaux-Arts —leyó
Rosita y fue entregando los cuatro tomos a Manuela—, también traiga los del
cajón cerrado.
—Bien, señora.
El hombre quitó uno a uno los
chapones que sujetaban la tapa, sin forcejear, y finalmente la tapa. Fue
trasladando los libros calladamente hasta el estrado una y otra vez
clasificándolos por color. Manuela y Rosita reanudaron la conversación.
—Vino sin ella, ¿no?
—¿De qué hablas?
—¿Su esposa no vino con él?.
—No. Tal vez más adelante.
—No creo. Si se deshace de todo
esto a lo que tanto cuidado le prodigó —dijo Rosita tomando de manos del hombre
dos libros más—, qué no será capaz de hacer con una mujer.
—¿Traigo también los libros del
escritorio? —interrumpió el hombre.
—No sé. ¿Qué opinas, Manuela?
—Quizá los esté consultando
ahora... mejor ésos no.
De a ratos Rosita parecía
sonrojarse, a pesar de que la mirada del hombre estaba puesta sólo en la
cuidadosa clasificación de los libros por color. Cuando los libros fueron
bastantes alrededor de las mujeres y el hombre dio el primer rodeo sin saber
dónde poner los volúmenes que tenía en sus manos, Manuela le propuso:
—Por favor... siéntese cerca de
nosotras. Si alguien les pasa una franelita, haremos más rápido.
—No sé si debo, señora —dijo el
hombre bajando la cabeza.
—Siéntese, por favor
—interrumpió Rosita—, el general estaría de acuerdo seguramente.
El hombre se sentó a cierta
distancia sin decir nada.
—Más cerca, por favor.
Se acercó y en silencio, dobló
la gamuza en cuatro y esperó paciente.
—Aquél...
—¿El verde, señora?
—El más grueso.
—¿El más grueso?
—Sí. Ése, el de arriba.
El hombre tomó el libro, le
quitó el polvo, lo detuvo un momento en su mano, pero rápidamente volvió a
pasar la gamuza, lo entregó y tomó el siguiente.
—¿Hace mucho que trabaja para el
general San Martín? —preguntó Rosita.
—Sí, señora.
—O sea que lo conoce desde hace
tiempo.
—Mucho —dijo el hombre esbozando
una sonrisa.
—¿Y cómo es él?
—Tendrá que disculparme la
señora, no sé si debo... —dijo el hombre sonriendo con cortesía.
Trapeando el libro. Sin levantar
la vista.
—Sí, Rosita. Creo que lo comprometes.
Mañana... vas a tener ocasión de hablar con el general...
—Todo el mundo querrá hablar con
él.
—Busca ahora: Cartas de Abelardo
y Eloísa, Historia de Juana de Arco, Quevedo... vamos que estamos atrasadas,
Rosita.
Pero Rosita no prestaba
atención, sólo leía unos párrafos escritos con letra firme y redonda en las
tapas del inventario.
—¿Ves? —exclamó—. “Estos cajones
de libros se hallan en Santiago de Chile en poder de don Paulino Cambell, los
que en caso de mi fallecimiento se entregarán a mi esposa, doña Remedios de
Escalada”, y luego casi a continuación, escrito con la misma letra pero mas
inquieta y otro tono de tinta, se leía: “Todos los libros que contiene este
cuaderno fueron regalados por mí a la Biblioteca Pública
de Lima”. ¿Qué habrá sucedido mientras tanto?
—Ayer estuvo en casa don Alejo
—interrumpió Manuela—, me contó que él había estado en la Santa María de los
Buenos Aires y que nada parecía tener en común San Martín con aquel sitio...
Verdaderamente muy poco que ver
con las siestas pueblerinas en Yapeyú, el calor de las tardes, la cara sucia de
morder granadas, las manos violáceas de tanto robar moras, las rodillas
polvorientas, la tierra colorada en los botines, el canto de las cigarras. Pero
nada conocían Rosita o Manuela y quizá tampoco el mismo don Alejo, personaje
que no viene al caso ni hace a la historia, por cierto, pero al que Manuela se
empeñaba en citar como si fuera de importancia.
—Aunque tampoco tiene mucho que
ver con España ¿sabes?, una vez estuvo a punto de ser linchado por error y pudo
ponerse a salvo gracias a que uno de sus jefes, del Regimiento de Murcia, lo
escondió en su casa —agregó Manuela.
—¿Y Trafalgar y el combate de
Arjonilla y su ascenso a teniente coronel, por su acción en las cuestas del
Madero, y las colinas de Bailén?
—Galardones, Rosita, aquéllos
son sólo galardones. No creo que el general sea hombre de galardones. Me contó
don Alejo que en Cádiz, San Martín participó en una reunión de americanos, en
la que cada uno prometió regresar a su tierra natal, a fin de participar en las
luchas libertadoras. Parece que San Martín pidió retiro sin sueldo pero con uso
del uniforme y fuero militar; para trasladarse a Lima por asuntos familiares.
Agravados seguramente por...
—¿Su esposa?
—No. Aún no la había conocido
siquiera, pretextó que eran problemas a causa de sus veintidós años de servicio
en el Ejército español, allá por el año once.
Manuela se interrumpió. Un manto
de silencio cayó de nuevo sobre las dos. Rosita alzó la cabeza, observó a su
amiga cuyo semblante imprevistamente había empalidecido.
—¿La masacre de Quito? —preguntó
minutos más tarde.
—La masacre de Quito, el
destierro de mi padre…mi marido.
El hombre que las ayudaba
interrumpió para disculparse por no poder seguir colaborando. Antes de salir de
la sala, se acercó al escritorio del general San Martín, tomó uno de los libros
aún no clasificados y leyó en voz alta:
—“My only love springs from my
only hate...” —luego extendió el libro hacia las mujeres.
Rosita Campusano no dijo nada.
Apenas si trató de disimular la sorpresa; si habían considerado que aquel
hombre silencioso y desarrapado no sabía leer cómo podían imaginar que sabía
hablar en inglés. El desconcierto inmutó
el semblante de las dos. Manuela quitó el libro de las manos de Rosita.
— “Mi único amor surge de mi
único odio”. ¿Romeo y Julieta?…
—¿Qué habrá querido decir?
—No sé, pero agrega Shakespeare
a la lista y una tilde. Raro personaje, ¿no? No solo sabía leer sino que se
expresa perfectamente en inglés…sin duda habrá tomado debida cuenta de nuestros
chismes…
La criada entró y comenzó a
encender las velas. El aire se colmó de humo más un intenso olor a cera
quemada. La sombra de los árboles cubría las ventanas. Los reflejos en el
remate de las columnas daban muestra de que el sol aún no caía del todo. Un
solo rayo de luz quiso alcanzar el abrigo del general San Martín en el
perchero, pero se extinguió en la penumbra antes de tocar la solapa, muriendo
justo al rozar el extremo del apoyabrazos del sillón por donde El Libertador
acostumbraba a deslizar su mano mientras leía o se abismaba en sus fines.
—Mejor nos vamos. San Martín ya
no vendrá —dijo Rosita, quitándose los manguitos.
La criada las acompañó en
silencio. Una vez afuera, el hombre que las había ayudado con los libros se
volvió a acercar. Apenas sonrió, apenas alzó la mirada, y en silencio cargó las
alforjas con libros que las mujeres pretendían llevar hasta el coche. Cuando ya
casi habían atravesado el patio, se escucharon voces. De inmediato se oyó el
alboroto de las botas, el roce de los metales y las chaquetillas. Era una
escuadra compuesta por una decena de soldados. El golpe de los talones
repercutió junto a la algarabía de unos loros y el murmullo de unos pichones en
algún nido.
Manuela y Rosita cruzaron una
mirada. No se detuvieron. Los hombres se cuadraban a su paso, uno a uno. Uno a
continuación del otro. Silenciosa, Rosa Campusano sólo inclinaba levemente la
cabeza. La escuadra terminaba al pie del coche. El hombre que las ayudaba trepó
al pescante guardando las alforjas con los libros. Bajó. Solicitó su mano a
Manuela Sáenz y a su amiga Rosita Campusano. A pesar de sentirse otra vez
desconcertadas por la actitud del desconocido, ambas respondieron sin dudar. Él
besó la mano de las mujeres.
Uno de los uniformados dio un
paso hacia delante y sin esperar a que el coche se pusiese en marcha, golpeó de
nuevo los talones, con la vista fija en los ramilletes de uvas de mármol, en la
columna junto a la entrada de la casona destinada por esos días al Protector
del Perú, el general San Martín.
—¡Teniente Cruz! —se presentó
cuadrándose y entregando un mensaje al desconocido—... ¡Para usted general!
El teniente Cruz, dentro del
uniforme, era un muchacho frágil semejante a un exiguo caballero dentro de su
armadura. Si bien Cruz, mantenía la mirada en dirección a la columna junto al
portal, pudo percibir aquel sostenido silencio entre el general San Martín y
las damas. Viró su mirada, sesgadamente, trató de escudriñar la situación. De
todos modos, no podía comprender. Cómo saber el motivo por el cual el general
San Martín esbozaba esa pobre sonrisa. Sonrisa de hombre que ha sido
descubierto en falta. Sonrisa tan pequeña como la falta. Su mano cetrina
extendía frente a los ojos del general
un rollo de papel con cinta y lacre. San Martín tomó el parte de manos de Cruz,
hizo una leve inclinación de cabeza a las mujeres y cerró la puerta del coche.
En efecto, el teniente Cruz no
podía saber lo sucedido, sin embargo, aunque no observase toda la escena pudo
suponer, sin dudar, que el general San Martín había ofrecido su mano a las dos
muchachas, para subir al interior del coche y que, mientras ellas acomodaban
sus petates, el general había acariciado el anca de uno de los caballos, dando
finalmente una palmada en el lomo del animal mientras ordenaba al cochero
ponerse en marcha. Todo sucedió como Cruz pensó, por ese motivo intentó
conjeturar la causa del extraño semblante del Protector del Perú y del
impasible perfil de Rosita Campusano. Perfil, esbozado en la transparencia del
ventanuco trasero del coche, que se desmaterializaba en la brumazón del polvo
levantado por el casco de los caballos.
Cuando el carruaje se convirtió
en vestigio, corpúsculo de tierra, punto sumido en la distancia, sólo entonces,
el general supo que el amor nace de una decisión libre. De la aceptación
voluntaria de la fatalidad.
El general San Martín llevaba
mes y medio en Lima y todo tipo de rumores se tejían en torno a él. Había
desembarcado en las desiertas playas del Pisco. Pero Pisco estaba vacío, toda
la población había huido luego de vivir la triste experiencia del ataque e
incursión de lord Cochrane. Al tomar conocimiento del episodio, San Martín
prometió severos castigos entre sus soldados, si alguno cometía cualquier tipo
de violencia y robo contra la población. Empleó, además, como argumento, el
triunfo constitucional en España. “La revolución de España”, manifestó, “es de
la misma naturaleza que la nuestra. Ambas tienen la libertad por objeto y la
opresión por causa. Sin embargo, la
América no puede contemplar la constitución española sino
como un medio fraudulento de mantener en ella el sistema colonial, que es
imposible conservar por más tiempo a la fuerza. No nos sirve esa constitución
creada y establecida a dos mil leguas, sin la intervención de nuestros
representantes. Totalmente inútil entonces los esfuerzos del virrey por
prolongar su decrépita autoridad”.
Aquel atardecer, durante la
inauguración de la
Biblioteca Nacional del Perú, Rosita Campusano observaba al
general y evaluaba su inquebrantable aspecto: Los hombros el torso, el pelo,
las patillas, los pómulos, la boca del general. Hasta demorar un último vistazo
en el brillo de la mirada del hombre. En verdad, Rosita no había prestado
atención a los corrillos de los últimos días acerca del Libertador. Lo
importante era que, entre el efecto de sus proclamas y las tropas, San Martín
ganó confianza y a los pocos días del arribar a Pisco, regresaron el millar de
vecinos del éxodo provocado con el cobarde ataque de lord Cochrane. Por esos
días todos se preguntaban por qué San Martín no avanzaba aún hacia Lima. Muy
pocos contaban con que San Martín había decidido dar tiempo al tiempo: la
autoridad virreinal encarada por el virrey Pezuela se desmoronaría por sí sola.
En efecto, poco después, el
virrey Pezuela ofreció un armisticio de ocho días. La conferencia entre ambos
sectores se llevaría a cabo en Miraflores. Por San Martín asistieron Guido, su
edecán y García del Río; por Pezuela, el conde Villar de Fuentes, Hipólito
Unanue y el marino Dionisio Capaz; de todos modos, nada importa quiénes eran
sino que, como suele suceder en estos casos, cada uno se mantuvo en sus
pretensiones: unos autonomía, colonia otros.
Pero, como también suele
suceder: el enemigo nunca se queda quieto. Ese corto arreglo, ofrecía al virrey
Pezuela la ventaja de mantener quieto a San Martín y poder agrupar e instruir a
las tropas españolas. En cuanto a San Martín, conociendo más que nadie las
reglas del juego, aprovechó esos días para descansar y a reponer fuerzas. Los
esclavos del Perú, fueron convocados por ambos ejércitos para unirse a las
huestes a cambio de su libertad; por otro lado, mientras tanto la fiebre
diezmaba a buena parte de la población, lo que complicaba la actividad agrícola
y la provisión de alimentos.
“No dude usted —vaticinaba San
Martín en una carta a O’Higgins— de la conclusión feliz de esta campaña antes
de tres meses si, como no tengo duda, nos ayudan los pueblos de la Sierra ”. Y fue con ese motivo que San Martín envió al
general Arenales a las sierras para
avanzar a la zona de Jauja, al mismo tiempo que él se preparaba para reembarcar
el resto del ejército y trasladarlo al norte de Lima. La finalidad era bloquear
por hambre la capital, hasta que el batallón de Numancia, enviado por el
general Morillo fuera convencido de
sublevarse y tomara la causa criolla. Había sospechas del sublevamiento y la
firme promesa de refuerzo de hombres y caballada, provenientes efectivamente
del lado de las sierras. Algo que sucedió, poco después, gracias a la
participación de Manuela Sáenz que logró convencerlos de sublevarse al ejército
español, por intermedio de su hermano que comandaba aquel batallón. Los
liberales del mundo son hermanos en todas partes, proclamaba San Martín.
También sostuvo que era necesario continuar con esa táctica de la espera en lo
posible sin aventurar un solo hombre. Se barajaba la propuesta de que el
general San Martín y el virrey Pezuela pudiesen viajar a España para tratar in
situ la cuestión. Pero también a Pezuela lo acusaban de mantenerse
inactivo, motivo por el cual los generales Valdés y Canterac encabezaron un
motín en su contra; Pezuela entonces, además de ser acusado de absolutista, fue
reemplazado por el general La
Serna , y la población de Trujillo, se unió a la causa
patriótica. Todo o casi todo había sido conjeturado por el general San Martín.
Paso a paso las fuerzas se debilitaban. La espera casi siempre da buenos
frutos...
El brillo febril en los ojos del
hombre que habitaba al Protector del Perú, permitían suponer a Rosita
Campusano, que además de buenos frutos, aquellas esperas lo habían sumido en
otra mayor, obligándolo a permanecer las noches respaldándose entre almohadas,
dormitando apenas. Eternas duermevelas apretadas por el deseo. Deseo de hincar
el corazón ante una caricia, ante una palabra, ante un cuerpo desnudo con quien
morir, pero muriendo muchas veces la misma noche. Morir hasta que la carne no
sea carne desamparada de sangre, ni el alma sólo alma, ni las noches un simple
insomnio entre nieblas y humo.
Rosita suspiró tan profundamente
que Manuela la miró. Desplegaron los abanicos. Hacía calor en el recinto. Un
calor que acentuaba el aroma fuerte de barnices, tintes, lacas y pulidos de la
reciente restauración de muebles y pisos. Aroma proveniente del pelo natural, o
pelo de lana, encasquetado en telas previamente remojadas en orines y más tarde
en agua engomada. Pelo muerto inserto a manera de perfectos bucles en las
pelucas. O esa otra fragancia, la de las alhucemas, proveniente de
aromatizadores dentro de baúles y roperos. Efluvios de ropas, algunas oreadas y
otras sin orear, tenaz hedor de alcanfores, de humedades secas a fuerza de
tanto sol.
Era septiembre de 1821. Era el
recinto de la Biblioteca
del Perú. Era el acto de inauguración. Era el doctor Valdivieso, su director
nato, quien abría la ceremonia:
—Tengo la honra de presentar, en
el magnífico estado que se advierte... —dijo y se interrumpió dando un vistazo,
no sólo a los anaqueles sino también a las mujeres que habían participado en
todo aquello. “La
Biblioteca Nacional del Perú, cuya importante obra me fue
encomendada -continuó Valdivieso-. Este
día es muy amargo para nuestros enemigos pero muy dulce para la Patria y muy grato para
ustedes. Se anuncia el triunfo de las luces que harán siempre invencibles las
armas de la América
y de la libertad, fruto precioso de constancia y sacrificios. Siempre habrá de
reconocerse su origen a los gobiernos que más hayan cuidado la ilustración de
los pueblos... No debemos olvidar que la mayor convicción del despotismo es
alimentar la ignorancia; tampoco debemos olvidar jamás que América siempre
deberá recomenzar, poniéndose en pie desde las ruinas de cada tiranía...”
Casi sobre el vocablo “tiranía”,
tomó la palabra el bibliotecario Arce, Luego el vicepresidente de la Sociedad Patriótica ,
el doctor Unanué y los rectores de la Universidad de San Marcos, Colegios de San
Martín, Libertad e Independencia, también el poeta Sánchez Carrión y Olmedo.
Para cerrar el acto San Martín dijo:
—Señores, la Biblioteca está
destinada a la ilustración universal, más poderosa que cualquier ejército. Los
cuerpos literarios deben fomentar la ilustración... espero que así sucederá.
Espero que este establecimiento, fruto de los desvelos del gobierno, será
frecuentado por todos los amantes de las letras, quienes deberán mantenerse fieles
al solo compromiso de dar testimonio en tiempos difíciles; tan difíciles como
los que vamos atravesando, tan difíciles como los que será necesario atravesar
aún.
Los aplausos estallaron en pleno
discurso. Nadie pareció escuchar las últimas palabras. Los grupos se
desmembraron, reacomodándose en nuevos círculos. Muchos alrededor del general
San Martín. Rosita y Manuela se acercaron pero se vieron imposibilitadas de
hablarle. No insistieron. Se dirigieron entonces a Monteagudo, Ministro de
Estado del general San Martín. Rosita le pidió, en nombre de las dos, que
hiciese llegar más tarde sus disculpas al general San Martín.
Mientras Rosita se ponía el
abrigo, el poeta Sánchez Carrión se ofreció a acompañarlas. Manuela se dio
vuelta y pudo constatar entre la gente los ojos inquietos del general San
Martín. Lo vio darse vuelta una vez y otra más. Notó que empinaba de un solo
trago la copa de brandy, sin dejar de mirar a su alrededor; Manuela pudo darse
cuenta, también, de que, apenas terminó la bebida San Martín comenzó a toser.
Lo vio entonces sacar un pañuelo y pasarlo por su frente; hasta le pareció
verlo palidecer en el instante mismo que cruzaron sus miradas.
El general parecía a punto de
desfallecer. Pero, ante la mirada de las mujeres carraspeó y se mostró sereno.
Manuela alcanzó a verlo minutos después en pleno espasmo y a Monteagudo
alcanzándole un frasquito. Rosita seguía molesta por la broma que San Martín
les hizo mientras ordenaban los libros. A pesar del enojo o por su causa, San
Martín no había dejado de observar a Rosita durante la ceremonia. Ambas lo
miraron una vez más antes de salir del salón. Ni Manuela ni Rosita sabían del
motivo de los espasmos. Nada conocían de esas celditas que gradualmente se iban
rompiendo en los pulmones del general don José de San Martín.
Tampoco sospecharon ese día que,
cuando lograra dominar en Ayacucho a los realistas, obligándolos a regresar a
España, y después de una íntima charla con Simón Bolívar, en Guayaquil, don
José de San Martín iba a volver a Mendoza para recomponer su salud por unos
meses y luego emprendería el exilio con la sola compañía de su hija Mercedes.
No. Cómo podrían imaginar tantas cosas por anticipado: que muy pronto, en una
calle oscura de los alrededores, iban a dar muerte a ese otro porteño
encantador e inteligente, el joven doctor Monteagudo, asesinato nunca aclarado
que según se dijo podría ser consecuencia de una traición política o amorosa;
cómo podría imaginar Manuela, que en dos o tres años ella misma, del brazo de
Simón Bolívar, recibiría a los invitados
como dueña y señora de La Magdalena. Residencia
que por el momento, había sido destinada al Protector del
Perú, don José de San Martín.
Viendo toser a San Martín,
Manuela apenas atinó calladamente a
caminar por detrás de Rosa Campusano y,
con una discreta inclinación de cabeza, agradeció al doctor Monteagudo que
gentilmente las acompañó hasta el coche.
- La Libertadora
del otro Libertador
He nacido bajo la línea del Ecuador,
todo el Sur de América es mi Patria.
Manuela Sáenz
“...No
es grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar”, escribe Manuela
Sáenz en 1824 a
su esposo James Thorme, “ ¿Crees por un momento que, después de ser amada por
este general durante años, voy a
preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo, o de lo tres
juntos?”, y en otra carta casi al mismo tiempo, Manuela escribe a Simón Bolívar: “Le guardo la primavera de mis senos, general,
y el envolvente terciopelo de mi cuerpo
(Que son suyos).”
Dicen
que estar siempre a un paso del castigo hace más intenso el sentimiento;
dicen que en los ‘amores fuera de la ley’
no se goza tanto de la plenitud
de estar junto al otro como del vértigo
que produce el miedo a ser descubierto; dicen que la sombra del tercero está
siempre presente; dicen, que el amor se nutre de esa ‘deliciosa inestabilidad’
y que los amantes secretos se acercan a la locura. Dicen que para intentar una
correcta interpretación de la infidelidad,
es necesario diferenciar ‘el sentimiento amoroso’, de la idea de ‘amor’
adoptada por cada sociedad y cada época. Pero el motivo del enamoramiento entre
Manuela Sáenz y Simón Bolívar, sin duda, ha sido otro.
Don
Simón y San Martín eran por esos
tiempos, y aun hoy, los máximos
exponentes de la liberación de América y
desde siempre la política y el amor atraen a las mujeres. A casi todas..
Reflejarse o reconocerse en los ojos de Bolívar no era poca cosa. Sin embargo,
no cabe duda que tampoco fue poca cosa, para Bolívar, reconocerse en los ojos
de una mujer de la fuerza de la ecuatoriana Manuela Sáenz. Según Virginia Wolf,
las mujeres somos espejos capaces de reflejar a los hombres al doble de su
tamaño natural… En el caso de Manuela y Bolívar, quién sabe cuál de los dos
espejó primero y a lo grande, al otro.
En
uno de sus escritos Manuela sostiene: “He nacido bajo la línea del Ecuador,
todo el Sur de América es mi patria…”. A
partir de esa premisa, no cabe duda, que la Sáenz hizo suya la causa americana. Ya lo era
cuando conoció a San Martín, sin embargo, cuando conoció a Bolívar supo que era
él a quien debía unirse para aunar esfuerzos Nacida en 1797, durante un
terremoto que hizo caer buena parte de la ciudad de Quito, Manuela fue anotada
como de padres no nombrados. Joaquina Aispuru, su madre, había cometido un delito; soltera y a los 29 años
quedó embarazada de un hombre casado, don Simón Sáenz de Vergara, Regidor del Cabildo en el Quito vierreinal.
Apenas nació, Manuela fue quitada a su
madre y llevada por su tío Aizpuru, el sacerdote, al convento para ser criada
por las monjitas. El cura la alejó de la familia para que su condición de hija
natural de don Sáenz de Vergara, pasara inadvertida. En cuanto a la madre,
Joaquina Aizpuru murió apenas le quitaron a la niña. Nunca lo sabría pero
mientras ella daba a luz, la esposa del marido infiel traía al mundo un
varoncito. Fue
así que durante sus primeros años Manuela vivió entre el
convento y la hacienda en Catauango de la familia materna. No obstante,
alrededor de los cuatro años, don Simón Sáenz de Vergara terminó por
reconocerla. Siendo adolescente y dado que tanto trabajo provocaba a las monjas
con sus irreverencias fugas, fue a vivir definitivamente a la casa
de su padre. Allí se ganó el afecto y la amistad de su madrastra, a quien
llamaba ‘La Mamacita ’,
ferviente luchadora, independista y militante, que no solo influenció en
Manuela sino que terminó por alejarse de su marido no tanto por sus
infidelidades sino más porque era un
funcionario español.
En 1809, nobles y plebeyos se alzaron contra
el poder realista, y fueron perseguidos. Es la voz de una patriota quiteña,
Manuela Cañizares la que se escucha en defensa de los conjurados. La Cañizares los esconde en
su casa pero son encontrados y colgados en la Plaza , en ceremonia pública. Ajusticiamiento al
que Manuela asiste por consejo de la Cañizares : ‘Nunca dejes de ver cuando estos
herejes, creyendo hacer justicia, matan a nuestros hombres’, escuchó Manuela en
momentos del ahorcamiento de los sediciosos. Por varios días, asistió Manuela,
como a una ceremonia, para ver aquellas cabezas clavadas en picas en medio de
la plaza, que escarmentaban a la población de cualquier amague de
sedición. Aquella noche, varios hombres
y mujeres aparecieron muertos en su cama con el cráneo destrozado a culatazos, o
el pecho traspasado por el fusil. Hubo quien resistió largo tiempo haciéndose
pasar por muerto para dejar de recibir los puntazos de la bayoneta. Todo esto
sucedía en la intimidad de las casas mientras el general godo, un tal
Barrantes, no perdonaba la vida de ningún patriota y rastreaba cada rincón de la ciudad. De ese modo, Manuela
Sáenz despertó a la ideología. Con las historias de Manuela Cañizares y las de
su ‘Mamacita’ que, además le contaba las de Micaela Bastidas, en el alto Perú y
Policarpa Salavarrieta, en Colombia, más
las aventuras de sus propias compañeras las negras Jonathas y Nathan que ya
venían haciendo de las suyas, Manuela nunca dudo qué bandera tomar.
La situación en Quito, Ecuador, en esas
primeras décadas del siglo XIX, exactamente en 1809, no era muy distinta que en
las colonias a orillas del Río de la
Plata , o en el Alto Perú.
Pasados esos primeros días y aún con sangre derramada dispersa por la
ciudad, se buscó dar una justificación a la causa de la revolución. El virrey,
elevó un informe o proclama: “El actual estado de incertidumbre en que esta
sumida la España ,
el total anonadamiento de todas sus autoridades legalmente constituidas y los
peligros a que están expuestos las personas y las posesiones de nuestro muy
amado Fernando VII de caer bajo el tirano de Europa: Napoleón, han determinado
a nuestros hermanos para liberarse de las pérfidas maquinaciones de los
pérfidos compatriotas indignos del nombre español y para defenderse del enemigo
común. Los leales habitantes de Quito, imitando su ejemplo y resueltos a
conservar para su rey y soberano señor
de esta parte de su reino... han establecido también una Junta Soberana en esta
ciudad de San Francisco de Quito”. Los funcionarios a quienes se les perpetuó
la revolución, aunque nada tenían que ver con la revuelta fueron reemplazados
por otros, supuestamente leales al Rey Fernando. Entre ellos se relevó de su
cargo de Regidor a don Simón Sáenz de Vergara,
a quien Manuela acompañó en su exilio a
Panamá.
Por esos tiempo, además, don Simón Sáenz de Vergara no sabía cómo
mitigar la rebeldía de su hija, que para colmo de males había sido acusada por
las monjitas de haberse escapado varios días del convento acompañada de un
soldado: Fausto D´Elhuyar. En realidad, nunca se encontraron datos ni
documentos que acreditaran aquel hecho, tal vez, desde entonces haya sido
injuriada y se le hayan inventado historias por su pública adhesión a la causa
criolla.
Para suerte de don Simón Sáenz, y la familia
Aizpuru, que tampoco aceptaban la conducta de Manuela, durante esa temporada de
exilio en Panamá, en una velada danzante, la joven rebelde conoció a James
Thorne, un personaje tan misterioso que se desconoce, por ejemplo, su
profesión: algunos dicen que era médico, otros afirman que sólo era un aventurero.
Lo cierto es que aquel hombre pidió la mano de Manuela y don Simón, aceptó. De
ese modo la joven, como tantas otras mujeres de la época, fue lanzada al
matrimonio para imponer decoro a sus juegos y coartar su ideología. Se casaron,
y bien pronto, se trasladaron a Lima, donde Thorne tenía un compromiso laboral.
Fue entonces cuando Manuela conoció a don José de San Martín y su obra
emancipadora.
A pesar del control de su marido, y del
resto de la familia, Manuela no abandonó sus intereses políticos. Su hermano
José María Sáenz, aquel que había nacido el mismo día que ella, comandó el
batallón de Numancia. Manuela se dirigió al campamento de los godos a debatir
con él y,, en compañía de sus inseparables negras Nathan y Jonhatas, que ya no
eran sus criadas sino sus compañeras, convenció fácilmente con razones,
discursos y dulces, al grupo armado español de pasarse al ejército de San
Martín.
El 21 de enero de 1822, San Martín instituyó
la Orden del
Sol con que premiaría a todo aquel, y aquella, que hubiera colaborado con
acciones a favor de la causa independista; una banda bicolor, blanca y
encarnada, con una medalla de oro con las armas nacionales en el anverso y, en
el reverso, la inscripción: “Al patriotismo de las más sensibles”. Una de las
primeras medallas fue la otorgada a Manuela Sáenz, justamente por aquella
patriada de convencer al batallón de Numancia de ponerse al servicio del
ejército criollo.
Más adelante, enterada de que al fin Bolívar
ha liberado Quito del yugo español, Manuela decidió irse de Lima, con Nathan y
Jonathas, y alcanzar a los patriotas. Después de un largo viaje a caballo
lograron llegar a Quito, donde se preparaban los festejos para recibir al
Libertador Bolívar. Manuela asistió a los festejos, ataviada con sus mejores
galas e intenciones. Entonces lo vio. Allí estaba Bolívar. Allí estaba ella. Se
miraron y percibieron una vida juntos. Ella le ofreció su ayuda incondicional.
Como mujer y como combatiente. Esa misma noche, se escaparon juntos. Tardaron
varios días en regresar.
A partir de ese momento, Manuela y sus
muchachas formaron parte del ejército de Bolívar. Cuidando a los heridos y
cocinando para ellos, buscando información en los salones, y enarbolando el
fusil en el campo de batalla. Sabían montar, disparar, engañar al enemigo con
cualquier tipo de estrategia y seducción o con sable en mano y a degüello.
Manuela decidió, definitivamente entonces dejar a su esposo Thorne. Después de
aquellos románticos días con Bolívar le escribe:
“…
No, no y no; por el amor de Dios, basta. ¿Por qué te empeñas en que cambie de
resolución? ¡Mil veces, no! Señor mío, eres excelente, eres inimitable. Pero mi
amigo, no es grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar; dejar a
un marido sin tus méritos no sería nada. ¿Crees por un momento que, después de
ser amada por ese general durante años, de tener la seguridad de que poseo su
corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del hijo, del espíritu Santo o
de los tres juntos? Sé muy bien que no puedo unirme a él por las leyes del honor,
como tú las llamas, pero, ¿crees que me siento menos honrada porque sea mi
amante y no mi marido? ¡Oh! No vivo para los prejuicios de la sociedad, que
sólo fueron inventados para que nos atormentemos el uno al otro. Déjame en paz,
mi querido inglés. Déjame en paz. Hagamos en cambio otra cosa. Nos casaremos
cuando estemos en el cielo, pero en esta tierra ¡no! ¿Crees que la solución es
mala? En nuestro hogar celestial, nuestras vidas serán enteramente
espirituales. Entonces todo será muy inglés, porque la monotonía está reservada
para tu nación, en amor, claro está, porque sois muy ávidos para las bromas.
[…]Amas sin placer. Conversas sin gracia, caminas sin prisa, te sientas con
cautela y no te ríes ni de tus propios atributos divinos, pero yo, miserable
mortal que puedo reírme de mí misma, me río de ti también, con toda esa
seriedad inglesa. ¡Cómo padeceré en el cielo! Tanto como si me fuera a vivir a
Inglaterra o a Constantinopla. Eres más celoso que un portugués, por eso no te
quiero. ¿Tengo mal gusto? Pero basta de bromas. En serio, sin ligereza, con
toda la escrupulosidad, la verdad y la pureza de una inglesa, nunca más volveré
a tu lado. Eres católico, yo soy atea y esto es nuestro gran obstáculo
religioso; quiero a otro y esto es una razón mayor todavía más fuerte. Siempre
tuya. Manuela.”
Manuela siguió a Bolívar, trató de estar
siempre cerca de él, a pesar de que buena parte del tiempo lo pasarían en
combate y por separado. La
Magdalena , en Lima, casona donde había vivido el general San
Martín y donde Manuela lo conoció, fue
el lugar que la pareja eligió como refugio. Allí pasarían la mayor parte del
tiempo que estuvieron juntos. En 1828, ya en Bogotá, un grupo de militares al
mando del general Santander, traicionó a Bolívar. Entraron a la fuerza al
Palacio de San Carlos, donde Bolívar y Manuela dormían. Cuando se dio cuenta del inminente ataque, Manuela
obligó a Bolívar a escapar por una ventanita, mientras con un pretexto cualquiera entretenía a los
traidores que, cobardemente, la golpearon. Fue a partir de aquel episodio que
Bolívar hablaba de Manuela como ‘la Libertadora del Libertador’.
Mucho
se habló de esta extraordinaria mujer y su amor incondicional hacia Bolívar,
también de las tantísimas aventuras amorosas del Libertador, que al parecer
demasiadas veces intentó apartarse de ella. Escribirá Bolívar al general Córdoba: “¿Qué quiere que le diga a
usted? Usted la conoce de tiempo atrás. Yo he procurado separarme de ella, pero
no se puede hacer nada contra una resistencia como la suya…”
En efecto, Bolívar nada pudo hacer, en
realidad no quiso hacerlo, para alejar a Manuela de su lado. Aunque no
estuvieron tanto tiempo bajo el mismo techo, compartiendo una vida cotidiana, a
partir del momento que se conocieron ya nada sería igual para ninguno de los
dos. A pesar de las numerosas mujeres que se le atribuyen, hubo un antes y un
después de Manuela Sáenz para el Libertador.
Y, definitivamente, nunca nada volvió a ser igual para Manuela, después
de conocer a Bolívar. Cansado de las traiciones y amenazas de sus compañeros de
armas, y gravemente enfermo, el 27 de
abril de 1829, en Bogotá, Bolívar renunció, o fue inducido a renunciar, y
decidió irse.
Atravesaría casi todo Colombia para alcanzar
el Caribe colombiano en Santa Marta, y
embarcarse en el buque que lo llevaría a Londres. El venezolano, navegó
lentamente por el Río Magdalena, despidiéndose de esa tierra en la que no había
nacido pero que liberó. Su patria, por
tanto.
El 17 de diciembre de 1830, Manuela peleaba
en Bogotá tratando de mantener en alto el prestigio de Bolívar. Con sus
muchachas, incendió el local donde se imprimía el periódico La Aurora que había
incrementado su campaña de agravios contra el Libertador Bolívar. Después del
incendio, a Manuela le allanaron la casa, todo fue desbaratado y roto
documentos, libros y mobiliario. Manuela, y las muchachas, lograron escapar. A
pesar de que el Libertador, le prohibió
seguirlo, montó su caballo y partió hacia el puerto de Honda, a orillas del
Magdalena, donde se embarcaría para alcanzarlo.
Al mismo tiempo, en Santa Marta, en la Quinta San Pedro
Alejandrino, propiedad de un español llamado Joaquín de Mier, moría Bolívar.
Manuela se enteró de la terrible noticia
cuando llegó al puerto de Honda, y a
punto de embarcarse en el Magdalena. Perú de la Croix , secretario de
Bolívar, le informó además sobre la última voluntad de su amado: irse lejos de
Bogotá. Irse a un lugar en el que Santander y sus secuaces traidores no
pudieran atacarlo a él ni a su recuerdo. Ni a él ni a sus ideas. “¡Vámonos!
¡Vámonos!” –había expresado el Libertador a de la Croix , con su último
aliento- “¡Esta gente no me quiere en esta tierra!”
El dolor y el odio hicieron volver a Manuela Bogotá. Tenía que
sostener más que nunca la buena imagen de Bolívar. Fue amenazada y citada a
presentarse ante un tribunal, cosa que no hizo. Una a una rompió las sucesivas
citaciones del gobierno de turno, conformado por aquellos traidores a Bolívar, y a la Patria.
Solo un grupo de mujeres bogotanas salieron
en defensa de Manuela. Inesperado apoyo
de quienes en vida de Bolívar la habían denostado. A veces, la solidaridad de
género prima por sobre la de clases: “…Nosotras, las mujeres de Bogotá,
protestamos de esos provocativos libelos contra esta señora, que aparecen en
los muros de todas las calles. La señora Sáenz, a la que nos referimos, no es
una delincuente… Se dice que se la quiere reducir a prisión o a destierro. […]
se dice que ella ha puesto los libelos infamatorios que pusieron en las
esquinas, no, ella no es capaz de un lenguaje igual, es demasiado señora e
ingenua o franca para valerse de un recurso tan ruin. Otro papel se encontró
que decía: ¡Viva Bolívar!, de esto sí la cree el público capaz, pero éste no es
un delito”.
Tiempo después y como si nunca hubiese
acontecido nada, como si en aquel año de 1833, el gobierno no hubiese expedido
su expulsión, como si su hermano José María Sáenz no hubiera sido asesinado en
el alzamiento contra Guayaquil; como si nadie le hubiese impedido su regreso a
la ciudad de Quito, su lugar de nacimiento, acusándola de participar en un
alzamiento donde su propio hermano fue asesinado o, por el contrario,
intentando ella misma vengar su muerte; como si nunca hubiese tenido que pasar
por Jamaica, desterrada y empobrecida, recorriendo cada uno de los sitios donde
imaginaba encontrar a Bolívar o su espíritu a la vuelta de cada esquina; como
si aquel transcurrir del tiempo se tratara solo de un viaje más, repudiada en
Guayaquil, se embarcó rumbo al puerto de Paita, en el límite entre Ecuador y Perú,
porque a unas leguas del puerto, en la ciudad de Piura, su amigo el general
Flores que pergeñaba otra revolución para retomar las ideas de Bolívar, le
había prometido que podría regresar a Quito.
Manuela sólo volvió a sonreír cuando el
capitán del barco le entregó su catalejo. Jamás
había mirado por uno. ¡Dios! –exclamó- y
una eclosión de azules la invadió. Aunque el mar era el de siempre, era el del
Ecuador y el de Panamá, el de Venezuela y el de Jamaica, el de Colombia; el de
Santa Marta, donde Bolívar dejó ir su última mirada y su aliento final. Manuela
escuchó el ancla abriéndose paso en el agua que golpeaba el casco del barco.
Entregó el catalejo y observó los círculos en el agua en torno a la soga del
áncora: Puerto Paita, dijo en voz alta y el ancla se clavó definitivamente en
las arenas profundas del pequeño puerto ballenero del Perú, donde pasaría sus
días recordando a Simón Bolívar, y las
tantas palabras de amor que justificaban su existencia, como aquellas que Simón
escribiera a su común y peor enemigo, el
general Santander:
“¿Qué la degrade? ¿Me cree usted tonto? Un
ejército se hace con héroes, en este caso con heroínas. […] ¿Qué quiere que yo
haga Santander? Yo le pregunto a usted, se cree más justo que yo? Ya conoce a
Manuela, sabe de su comportamiento cuando algo no le encaja. Usted tiene
razón en que yo sea tolerante con las
mujeres a la retaguardia, esto es una tranquilidad para la tropa, Santander. Un
precio justo al conquistador, el que su
botín marche con él.”
Pero Manuela Sáenz nunca fue un botín de
guerra y Simón Bolívar lo supo mejor que nadie. Manuela le sobrevivió 26 años.
Su cuerpo fue quemado en una fosa común, dado lo contagioso de la peste que la
mató junto con parte de la población del
pequeño caserío de Paita.. No se conocen sus últimas palabras, como sí
suele suceder con casi todo prócer, pero es de suponer que a la par de los
últimos latidos de su corazón le resonarían las
últimas palabras de amor que Bolívar le escribió desde su lecho de
muerte: “…en mí solo hay los despojos de un hombre que solo se reanimará si tú
vienes. Ven para estar juntos […] y hazlo ataviada con ese velo azul
transparente, igual que la ninfa que cautiva al argonauta. Tuyo. Bolívar”.
20- El amor y sus coincidencias
Breves reflexiones que Simón Bolívar
compartiera por carta y con amigos, acerca de Manuela Sáenz…
“¡Yo siempre tan pendejo!... Nunca conocí a Manuela, en verdad nunca
terminé de conocerla. ¡Ella es tan sorprendente! ¡Carajo yo! ¡Carajo!... ella
estuvo muy cerca y yo la alejaba pero cuando la necesité siempre estuvo allí.
Cobijó todos mis temores...
No hay mejor mujer. Ésta me domó, sí, ella supo cómo. La amo. Sí, todos
lo saben... Mi amable loca. Sus avezadas ideas de gloria: siempre protegiéndome,
intrigando a mi favor y a la causa, algunas con ardor. Otras con energía.
¡Carajo!
Manuela siempre se quedó. No como las otras. Se importó a sí misma y se
impuso con su determinación incontenible y el pudor quedó atrás y los
prejuicios... pero, cuanto más trataba de dominarme, más era mi ansiedad por
liberarme de ella... fue y sigue siendo un amor de fugas...”
Sí, mujer excepcional, pudo proporcionarme todo lo que mis anhelos
esperaban en su turno. Arraigó en mi corazón y para siempre la pasión que
despertó en mí desde el primer encuentro...
Mis infidelidades durante Manuela fueron, por el contrario de otras
experiencias, el acicate para nuestros amores... nuestras almas fueron
indómitas para permitirnos la tranquilidad de dos esposos... nuestras
relaciones fueron cada vez más y más profundas...
¡Carajo!... De mujer casada a Húzar, secretaria y guardián celoso de los
archivos y correspondencia confidencial personal mía... de batalla en batalla a
teniente, a capitán y se lo gana en el arrojo de su valentía... ¡qué tiene que
ver el amor en todo esto!...
¿Y lo otro…?, bueno... es mujer y
así ha sido siempre, candorosa, febril, amante... ¡qué más quiere usted que
diga! ¡Coño de madre! ¡Carajo!... ¡Y yo tan pendejo!” Simón Bolívar
Breves reflexiones que Manuela Sáenz compartiera por carta y con amigos, acerca de Simón Bolívar…
“Hoy se me hace preciso escribir, por la ansiedad. En este silencio mío
medito. No puedo olvidar... Un amigo muy querido me preguntó qué había sido yo
para El Libertador:
¿Una amiga? Lo fui como la que más, con veneración, con mi vida misma.
¿Una amante? Él lo merecía y yo lo deseaba y con más ardor, ansiedad y
descaro que cualquier mujer que adore a un hombre como él.
¿Una compañera? Yo estaba más cerca de él apoyando sus ideas y
decisiones y desvelos más, mucho más que sus oficiales y sus raudos lanceros.
¿Qué fueron sus últimos días? Él era un hombre solitario, lleno de
pasiones, de ardor, de orgullo, de sensibilidad. Le faltó tranquilidad. La
buscaba en mí siempre.
Al principio tuve que hacer de mujer, de secretaria, de escribiente, de
soldado húsar, de espía, de inquisidora como intransigente. Yo meditaba planes.
Sí, los consultaba con él, casi se los imponía; pero él se dejaba arrebatar por
mi locura de amante y allí quedaba todo. Como soldado húsar fui encargada de
manejar y cuidar el archivo y demás documentos de la campaña del Sur. De sus
cartas personales y de nuestras cartas apasionadas y bellas. Los dos escogimos
el más duro de los caminos... Qué señor mío este Simón, para robar todos mis
pensamientos, todos mis deseos, toda mi pasión. Manuela”
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