Lupe, después del viaje...
Solo la esperanza y los deseos de volver a verte
me
mantienen viva..
María Guadalupe Cuenca
Si
dejo de escribir Mariano morirá. Tantos meses sin respuesta, pero ya llegará él
o sus cartas. No ha de tardar, no tardarán en llegar sus noticias, ya van más
de seis meses que se ha ido…No, no, no puedo dejarle de escribir, morirá sin
mis noticias como yo estoy muriendo sin las suyas… “Buenos Aires, julio 29 de
1811; Mi amado Moreno, dueño de mi corazón: Me alegraré que estés bueno, gordo,
buen mozo y divertido pero con ninguna mujer, porque entonces ya no tendré yo
el lugar que debo tener en tu corazón por tantos motivos.
“Me
parece que con ésta llevo escritas ya catorce cartas.
“La
primera fue por mano de Larrea, la segunda por mano de un inglés que se fue,
otras por la de doña Mercedes Lasala que me manda avisar siempre que alguien
viaje, otras por mano de don Alejandro, el inglés viejo que te visitaba, otras
por el inglés que vive en lo de tu abuela. Tené cuidado al recogerlas.
“Te
envío novedades: a Larrea le han embargado todos sus vienes con pretexto de que
debía de derechos ciento y tantos mil pesos. Han hecho mil picardías, han
querido que Campana sea depositario de todo, ha llegado a tal extremo que han
mandado orden a los pueblos de arriba para que los apoderados de Larrea
entreguen a las cajas todo cuanto pertenezca a Larrea, y el pobre sigue
desterrado en San Juan.
“El
mes pasado se embarcó para Norteamérica el hijo de Saavedra, con Aguirre, de
diputados a pedir armas. Corre muy vivo que los portugueses han declarado la
guerra a Buenos Aires; la expedición de la otra banda tiene cercado a
Montevideo y tiran a la plaza muchas granadas y por vengarse han venido los
marinos a bombardear; desde el 15 a la noche no se mueven de Martín Chico,
esperamos todas las noches que siga el bombeo, se sabe por dos franceses
desertores, que traen mil y tantas bombas.
“Con
las cartas ten mucho cuidado no las abran estos, mandámelas todas a mí bajo
cubierta de algún inglés de tu satisfacción. Nadie mejor que yo las entregara
segura, porque de tus pocos amigos, el que esta libre esta por caer.
“Todo
el empeño de estos hombres es sacarte reo.
“Toma
tus medidas según va esto. Pronto seremos portugueses y no podrás volver, por
lo que será mejor que me mandés buscar...”
-No
sé, Lupe. No creo que... –la interrumpió Manuel Moreno.
-Qué
no crees...
-Lo
de las cartas... –murmuró y se desplomó en el sillón.
Como
si pudiera tomar fuerzas con ese solo gesto de caer pesadamente al lado de
ella, Manuel Moreno enderezó su espalda y tomó la mano de Lupe. Entrelazó sus
dedos con los de ella. Con un movimiento que parecía no solo quererla consolar
sino aferrándose a ella. Como anhelando
un consuelo, que debía ofrecer, no buscar Así sosteniendo o aferrándose
a Lupe, según se mire, apretó largamente
la mano de su cuñada María Guadalupe, en realidad de ‘Lupe’ como solía
nombrarla Mariano, en aquellos largos días y noches de navegación, cuando la
nostalgia o el delirio le arreciaban el alma retorciéndose en su litera.
Sí.
Así escuchó Manuel que Mariano la nombraba en sueños. Él lo escuchó. Quién
podría negarle que así la llamaba, su hermano, desde su lecho de enfermo cuando
fijaba la vista en el ventanuco done seguramente creía verla asomada, o se
le dibujaba en aquel cuadradito de cielo, igual que en Chuquisaca, donde
la había conocido a pocos días de salir del colegio de monjas, con el pelo
atado con moño blanco y en una trenza que le caía en línea recta hasta la cintura.
Sí, así, ‘mi Lupe’, había murmurado varias veces Mariano, con los ojos clavados
en ese pedacito de cielo, que aquel 4 de marzo de 1811, se le fue opacando, y
extinguiendo la figura de Lupe, como si alguien hubiera cubierto el ojo de buey
del camarote, con un trapo sucio.
Manuel
Moreno pensaba en ello mientras sostenía la mano de su cuñada, mano que se
dedicó a observar muy de cerca. La giró con la palma hacia el cielo y con el
pulgar le fue recorriendo la larga línea de la vida. Al girar la pequeña mano
de Lupe, vio que tenía los dedos percudidos de tinta. Mucha tinta, demasiada
tinta, murmuró Manuel.
-No entiendo, ¿qué dices...?
-Y
cómo podrías... -volvió a murmurar Manuel.
-No.
No entiendo, Manuel.
Cómo
haría para contarle todo. Cómo para hacerle saber y confirmar todo aquello que
Lupe no veía. Su madre y hermanas, el mismo doctor Argerich, le habían contado
a Manuel acerca de los desvaríos de Lupe. Largos seis meses de rarezas, y
delirios, desde que Mariano se fue. De nada sirvieron el paso del tiempo, el
silencio, los interminables días, las
noches en vela ni la incansable demanda de Marianito. Y qué podría hacer él,
cómo hacerla creer, cómo anoticiarla y, que acepte esa realidad que se
obstinaba en negar.
-¿La
tinta de los dedos, es porque cuando llegaste, justo ponía punto final a la
carta para Mariano. Don Alejandro se va de nuevo a Londres. Me dijo que le
llevará todo lo que yo quiera. Hasta preparé unos turrones de almendras... y
unas galletas, porque aunque las reciba duras como piedra o húmedas, le
recordarán a aquel aroma que tanto le aguaba la boca cuando llegaba, después de
las largas jornadas en la Junta, y yo había horneado sus masitas con canela.
Tal vez el aroma de la canela lo tiente a regresar.
Lupe
se puso de pie y Manuel le soltó la mano. Reía alegremente mientras hablaba.
Sacó un pañuelito de la manguita de su blusa, lo humedeció con saliva y empezó
a frotarse la tinta de los dedos.
-Siempre
sale, aunque es verdad que cada vez tengo menos ganas de limpiarlas... Para
qué, si enseguida empezaré la próxima
carta. Dicen que con limón sale. No sé cómo hace don Alejandro para viajar tan
seguido... ojalá yo pudiera. ¿Recuerdas a don Alejandro? ¿Ves? Así, pasándole limón salen. Claro que
no quedará limón, pero tu madre trajo leche para el té, ¿te gusta leche o limón
con el té? ¿Prefieres mate? ¿Rosquillas de anís? ¿Cómo encontraste a tu madre?
Yo no la veo bien, también extraña a Mariano. ¿Y Marianito, has visto lo grande
que está...?
Manuel
no respondió. Le habían advertido que Lupe no esperaba respuestas. Ya se le
había vuelto costumbre el no esperar respuestas. Demasiado esperaba. No
aceptaba respuestas. Ni siquiera las de su pequeño hijo, mucho menos las del
Dr. Argerich, que respuesta puede esperarse de un médico, si nada saben. La respuesta
imprescindible, la única que estaba dispuesta a conocer era la de Mariano a sus
cartas. Si Mariano no escribía, a menos que regresara de Londres para responder
con un abrazo a sus angustias, a menos que fuera capaz de volver, nada le interesaba.
Aunque Manuel le debía más de una explicación a Lupe. Pero lo primero es lo
primero, y la que venía a darle era la respuesta más importante la que, según
se decía, Lupe necesitaba pero no estaba dispuesta a escuchar. Y Manuel le debía algo más que también iba a
dar que hablar. Sin embargo, todo lo que Manuel le debía, por el momento no es
relevante, sí lo era aquello que la
sociedad porteña, y el gobierno de Buenos Aires, le debían a la viudita de
Moreno.
Manuel
buscó en su maletín, sacó unos sobres atados con un cordoncillo, les pasó la
mano reiteradamente como queriendo borrar toda huella, hasta las del tiempo y
los dejó encima de la carta que Lupe redactaba cuando su cuñado entró al
escritorio de Mariano. Lupe observó minuciosamente los movimientos de su
cuñado, tomó el trocito de limón y restregó
obstinadamente la tinta de sus
dedos. Él decidió irse. No era aun el momento de decirle la verdad. Mariano
había muerto hacía más de medio año. El tiempo no parecía pasar para Lupe. Se
lo habían dicho. Quién era él para o cómo podría quitarla de ese aferrarse a la
escritura. Manuel sabía que más temprano que tarde, pronto, tal vez en pocos minutos Lupe
acabaría por aceptar la verdad que conocía, tal vez, desde el momento mismo en
que ya embarcado Mariano, se quedó viéndolo perderse en la inevitable e inexorable bruma del Río de La Plata. El doctor Argerich
finalmente podría hacerla volver en sí. o tal vez el mismo Marianito porque a
los niños nada se les escapa. Por lo tanto seguramente no solo sabría o
presentiría la muerte de su padre, sino que nadie mejor que él para conocer a
su madre y saber por qué senderos internos saldría de su confusión, y cuanto
tiempo tardaría. De qué serviría, entonces, se dijo Manuel, que él, su hermano
y el más allegado a Mariano en aquella travesía inconclusa, hiciera conocer la
infausta noticia a la viuda de Moreno. Manuel, en silencio, la observó por un
rato.
Lupe,
después de fregar y fregar la tinta de sus dedos, volvió a tomar la pluma
y rozándose con ella los labios como
pidiéndole silencio, o una tregua…
“No dejes de escribirme todo lo que te pasa,
Mariano, abríme tu corazón como a tu mujer e interesada en todas tus cosas.
Basta de guardar secretos a mí, cumplí con tus obligaciones de cristiano, no te
olvides de mí, buscá el modo de que nos veamos pronto por allá o aquí, porque
sin vos no puedo vivir…”, alzó la mirada, volvió la pluma al tintero, despidió
a su cuñado y volvió a la carta: “Pero nada es capaz de distraerme un punto de
vos, en vos solo, después de Dios, está todo mi pensamiento, sola la esperanza
y los deseos de volverte a ver me tienen viva, si me amas de veras, por vos
mismo podés sacar lo que cuesta esta separación, y si no te parece mal que te
diga, que me es más sensible a mí que a vos, porque siempre que conocido que yo
te amo más que vos a mí. Procura que nos veamos pero me parece que aquí no
puede ser, porque cada día va peor. Hacéme llevar. Adiós, mi Moreno, no te olvides de mí, tu
mujer...María Guadalupe, tu Lupe.”
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