La pluma y el coraje
Juana Manuela Gorriti, es una de las escritoras más interesantes de nuestra literatura y fundamental en la historia de las mujeres de América del Sur. Era una  mujer de armas tomar. Aunque hay quienes dicen que es una rara condición para una mujer, especialmente entre las de su época. Sin embargo, no fueron pocas las exigencias que muchas tuvieron que afrontar durante los sangrientos años en que de colonizados fuimos reconvertidos en independientes.
De Juana Manuela Gorriti se sabe que tuvo agallas suficientes, en lo público y en lo privado, como para no hacer caso del habitual “de eso no se habla”. Con soltura y valentía decidió no sólo vivir en plenitud su época sino contar su entorno y contarse a sí misma: “¡Horcones! Hogar paterno, montón informe de ruinas habitadas sólo por los chacales y las culebras, ¿qué ha quedado de tu antiguo esplendor? (…) A la ruidosa turbulencia de tus fiestas se han sucedido el silencio y la soledad (…) es fama que sus almas, bajo el blanco sudario de los fantasmas, vagan en la noche (…) cuántas veces huyendo del desolado presente he tenido la necesidad de refugiarme, como único asilo, en las sombras del pasado y evocar las nobles acciones de los muertos para olvidar las infamias de los vivos”. Aparentemente raro que en esas primeras décadas del siglo XIX, cuando la palabra escrita y la que se desenfundaba en los estrados era prioridad del hombre, una mujer hubiese elegido la escritura y considerar esas “nobles acciones de los muertos para olvidar las infamias de los vivos”.
Tuvo una vida azarosa, en medio de hombres y vivencias no menos fuertes. No se contentó con ser testigo del tiempo que le tocó vivir, se impuso a sí misma ser juez y parte de los momentos más controvertidos de la historia de Salta, de Bolivia y de Perú. Ya en la plenitud, su madurez no pasó inadvertida en la frívola y pacata sociedad porteña de fines de siglo XIX.
Pero vayamos al comienzo con sus propias palabras: “Recuerdo que por aquellos tiempos a mis cinco años, diez exactos de la Revolución de Mayo y cuatro de la Independencia, había visto ya a los hombres más hermosos de Buenos Aires, esa tierra de los hombres más hermosos. (…) pero jamás, ni aun en mi fantástica imaginación de 106 niña había soñado la brillante aparición que tenía ante los ojos, y miré embebida hasta que el ‘bizarro caballero’ que llegaba al galope descubrió de repente entre la hierba mi cabeza rubia como una espiga al pie de su caballo, que detuvo con mano fuerte y alzándolo por la brida, lo hizo girar sobre sí mismo, desmontó y levantándome en brazos dijo a su compañero: –Mire la linda flor que me he encontrado en la maleza”.
Era una niña rebelde y huraña por lo menos a los ojos del caballero de la noble figura salteña, uno de esos “hombres hermosos” a los que alude la escritora en su relato: don Martín Miguel de Güemes. Igual que Juana Manuela, muchos tuvieron de él la imagen de un dios, algo pagano para unos y no tanto para otros. Como todos nuestros libertadores ostenta un halo de héroe y antihéroe, con iguales atributos para ganarse el odio o el amor.
Pero volvamos a la mujer, aunque es difícil apartarla de la figura de Güemes, del Pachi y de Dionisio Puch, de quienes tanto escribió. Juana Manuela nació el 15 de junio de 1818 en Horcones, Rosario de la Frontera, en el seno de una de las familias más importantes de la sociedad salteña. Su padre fue el ilustre doctor José Ignacio Gorriti, guerrero de la Independencia, opositor de los caudillos; su madre, doña Feliciano Zuviría; además era sobrina del guerrillero Pachi Gorriti y del hombre de letras y sacerdote, don Juan Ignacio Gorriti. Con tales antecedentes es más sencillo comprender su valentía y condición para las letras, la historia, y su mirada sesgada en mitad de aquel entorno patricio y guerrero. Haber presenciado de cerca la guerra, el exilio y la pobreza templaron su alma y la decidieron a escribir, único modo de supervivencia económica. Había pasado su niñez en Miraflores, a orillas del río Pasaje o Juramento, en la estancia familiar, y recibió su educación de las monjas salesas. La enemistad política de los Gorriti con el caudillo Facundo Quiroga derivó, en 1831, en la confiscación de todos sus bienes y el destierro familiar a La Paz, Bolivia.
TIEMPOS DE GUERRA
Durante el exilio, a los 15 años, contrajo matrimonio con el militar Manuel Isidoro Belzú, que llegó a ser presidente de Bolivia. Con el tiempo, Manuela se trasladó a Lima pues Belzú, al parecer, la abandonó, a causa de las grandes diferencias maritales surgidas porque la esposa del Presidente había decidido dedicarse a la literatura. Una vez en Lima, con sus dos primeros hijos, creó una escuela y un salón literario con los intelectuales más importantes de Perú. Sin embargo, poco después, en una de las revoluciones perpetuadas en Bolivia, Belzú fue asesinado y la esposa tuvo que regresar por él. Así lo cuenta en su libro Panoramas de la vida (1876):
“El 27 de marzo, dos días después de la fecha de la carta de Ud., Belzú, mi marido, el hombre que ‘enlutó’ mi destino entero, vencedor de un combate en el que el pueblo derrotó al ejército, fue asesinado por el general que mandaba éste. Vinieron a decirme que Belzú había caído atravesadas las sienes de un balazo, y yo corrí en medio del combate; llegué hasta donde yacía el desventurado ya cadáver, lo levanté en mis brazos y en ellos lo llevé a casa: a ese hogar que él había abandonado tanto tiempo hacía. Con mis manos lavé su ensangrentado cuerpo, y acostándolo en su lecho mortuorio, lo velé y no me aparté de él hasta que lo coloqué en la tumba. La misión de la esposa parecía ya acabada; mas he aquí el pueblo que me rodea y me pide más: me pide que lo vengue. Sí: lo vengaré con una noble y bella venganza, haciendo triunfar la causa del pueblo que era la suya”.
Reorganizó al ejército, huérfano ya de Belzú, y lo lanzó de nuevo a la lucha. Pero luego regresó a Lima, donde siguió siendo la reina espiritual del salón literario y la vida social. Como si todo esto no fuera suficiente, durante el sitio del Callao, en 1866, asistió cuidadosamente a los heridos. Poco después estalló un nuevo conflicto: la guerra entre peruanos y chilenos.
LA COCINA
Cansada de los juegos de guerra de los hombres, decidió volver a su tierra natal. En realidad a Buenos Aires, cuyo ambiente literario la recibe con admiración y cariño. En la ciudad porteña escribe buena parte de sus libros, entre otros Cocina ecléctica, en 1890, donde transcribe y recrea recetas y no pocos consejos a las mujeres más allá de la cocina, en esas cuestiones del ser “independiente y poderse ganar su propio sustento”. Tal vez haya sido este modo de afrontar su vida y considerar la condición de la mujer, que establece una leal amistad con Juana Paula Manso, como ella docente, periodista, escritora y defensora de los derechos femeninos. Así sucede que allá por el año 1870, ambas acaban por convertirse en modelo y referente de las mujeres de su tiempo. Juana Manuela es una de las escritoras más interesantes de nuestra literatura y fundamental en la historia de las mujeres del sur de América. Sus libros fueron editados en Chile, Perú, Colombia, Venezuela y la Argentina; también en París y Madrid. Su escritura fue innovadora dentro del discurso femenino y del imaginario nacional, no sólo de la Argentina sino de Bolivia y Perú, dando clara muestra del modo en que se fueron conformando las naciones y, en especial, del relevante papel de la literatura en esas sociedades poscoloniales. Y, por sobre todo lo demás, el papel trascendental de la voz de la mujer. De su propia voz deja constancia especialmente en su libro Lo íntimo, que se hace público después de su muerte. Deja además establecido el significado que representaba cada uno de los sitios donde vivió: en la Argentina la niñez y la vejez; en Bolivia el amor y el desamor, donde fue esposa y madre; en Perú el desarrollo profesional. Para cuando da fe de aquello, atrás había quedado la época de sus galanteos, sus amores, sus hijos y la lucha por la supervivencia. Murió el 6 de noviembre de 1892 en Buenos Aires. Poco antes, en enero del mismo año, había confesado: “Lo único que a mí me queda es esta pluma y los tres dedos que la sostienen en la obra de hacer libros”.


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